La radio transmitió una voz que nadie escuchaba excepto ella. La noche cayó con un silencio tan profundo que parecía contener secretos. Clara ajustó la antena de la vieja radio que heredó de su abuelo, buscando alguna estación que la acompañara mientras trabajaba. De pronto, entre la estática, una voz tenue rompió la oscuridad. Era suave, casi un susurro. Y dijo su nombre.
Clara retrocedió sorprendida. Al subir el volumen, la radio solo emitió ruido blanco. Volvió a escuchar un susurro: “Clara… no apagues la luz.” Miró alrededor, con la piel erizada. Vivía sola desde hacía años, y nadie tenía acceso a aquella frecuencia antigua. Lo extraño era que la voz parecía familiar, como un recuerdo perdido.
Intentó sintonizar otra emisora, pero cada movimiento hacía que la voz regresara, cada vez más nítida. “Clara, escucha… vengo a advertirte.” Su corazón comenzó a latir con fuerza. Trató de grabar el sonido con su teléfono, pero la radio se apagó sola, como si algo o alguien no quisiera ser registrado.
Clara revisó el enchufe, los cables, incluso la batería interna. Todo parecía en orden. Sin embargo, al tocar el aparato, sintió un pulso cálido, como un latido. La radio volvió a encenderse sin que la tocara. Esta vez la voz sonó clara y directa: “No estás sola en la casa.” Un frío profundo la recorrió.
Encendió todas las luces de la sala y tomó su teléfono para llamar a alguien, pero no sabía a quién acudir sin sonar enloquecida. Se quedó inmóvil escuchando. La radio comenzó a emitir un sonido extraño, un patrón rítmico que parecía un mensaje codificado. Entonces, entre los ruidos, la respiración de una segunda persona resonó al fondo.
La voz volvió, temblorosa, urgente: “Se mueve en el pasillo. No abras la puerta.” Clara tragó saliva mirando hacia el corredor oscuro que conducía a las habitaciones. El silencio se volvió espeso. Intentó dar un paso, pero el suelo crujió y la radio reaccionó con un sonido agudo, como si protestara contra su movimiento.
Temblando, tomó una linterna y la dirigió hacia el pasillo. No había nada visible, solo la sombra larga del mueble proyectada por la luz. Entonces escuchó algo imposible: pasos. Muy suaves. Muy lentos. La radio habló otra vez, casi llorando: “No te veas en el espejo. Él usa reflejos.” Clara sintió que el corazón se le detenía.
La linterna comenzó a parpadear. Por reflejo, Clara giró hacia el espejo del recibidor, pero el aparato se apagó por completo. En la oscuridad, la voz susurró: “No lo mires directamente… te está observando.” Clara retrocedió sin saber dónde colocar los pies. La radio estaba viva, vibrando, como si compartiera su miedo.
Un golpe seco resonó en la puerta principal. Después, un segundo golpe más fuerte. Clara contuvo la respiración. La voz de la radio murmuró: “No abras. No esta vez.” Clara, paralizada, solo podía escuchar cómo algo—o alguien—raspaba la madera desde afuera. Entonces, la radio dijo algo que la dejó helada: “Clara, recuerda… yo morí intentando salvarte.”
Clara cayó al suelo, sin aire. ¿Quién era esa voz? ¿Por qué hablaba como si la conociera? ¿Por qué decía que murió? La radio vibró tanto que cayó de la mesa con un estruendo. Últimas palabras surgieron entre la distorsión: “No huyas al sótano… ahí empezó todo.” Clara, aterrada, entendió que esta voz no quería asustarla… quería detener algo. Clara tomó la radio del suelo, temblando mientras la estática crepitaba como un animal herido. La voz regresó débil, como si forzara su regreso desde un lugar oscuro. “Clara… no bajes al sótano. Él recuerda tu miedo.” La mujer sintió que sus piernas se volvían de plomo. Aquella advertencia abría una puerta que llevaba años evitando.
El golpe en la puerta se transformó en un silencio sepulcral. Clara retrocedió hasta la cocina, el único lugar donde podía encender todas las luces. La radio comenzó a emitir un zumbido grave, como si algo tratará de atravesar la frecuencia. La voz luchó contra el ruido: “Él sabe que volviste. No debiste regresar a esta casa.”
Clara apretó los dientes. A los nueve años, un hombre desconocido la había perseguido por esta misma casa. Su madre siempre dijo que eran pesadillas provocadas por el trauma del incendio, pero Clara veía con claridad fragmentos que jamás desaparecieron: pasos en el pasillo, un susurro detrás del ropero, una sombra que respiraba demasiado cerca. Nada de eso era un sueño.
La radio vibró con violencia. “No recuerdas todo porque tu mente te protegió. Pero yo… yo estuve contigo esa noche.” Clara se derrumbó contra la pared. Su mejor amigo de la infancia, Mateo, había muerto intentando sacarla del sótano cuando la casa se incendió. Y esa voz… esa voz era inconfundible. Era la de él.
Lágrimas ardieron en sus ojos. “Mateo… ¿cómo es posible?” La radio quedó en silencio por largos segundos, hasta que él respondió: “No vine para asustarte. Vine porque él volvió.” Clara escuchó un sonido detrás de ella, como el roce de tela contra madera. Se giró lentamente, enfocando la linterna hacia el pasillo. Vio movimiento… una sombra inclinándose.
Clara retrocedió, sintiendo el aire tornarse helado. “¿Qué quiere?” preguntó apenas respirando. La voz respondió con una sinceridad desgarradora: “Lo mismo que quiso hace veinte años: terminar lo que empezó.” La linterna comenzó a fallar nuevamente. Desde el fondo del corredor surgió un susurro que no pertenecía a la radio. Alguien pronunciaba su nombre con una voz áspera y húmeda.
La radio chilló de forma aguda. “¡Clara, cierra la puerta de la cocina!” Ella corrió, empujó la puerta y la aseguró con la traba oxidada. Algo golpeó del otro lado, suave primero, luego con una fuerza que hizo vibrar los utensilios. “Él puede imitar voces,” dijo la radio. “No respondas si te habla. No abras cuando te lo pida.”
Clara temblaba sin control. Desde el pasillo llegó una voz idéntica a la de su madre fallecida: “Hijita… ¿por qué te escondes? Ábreme, tengo frío.” Clara se cubrió los oídos, sollozando. La radio habló con firmeza: “No es ella. Recuerda lo que viste en el sótano… antes de que las llamas lo cubrieran todo.” Su mente se llenó de imágenes olvidadas.
Recordó manos que no eran de un niño. Recordó ojos sin brillo mirándola desde la oscuridad. Recordó una risa ahogada. Recordó que no estaba sola aquella noche. Un nuevo golpe sacudió la puerta. Clara sintió que algo tiraba del picaporte. La voz de Mateo se volvió desesperada: “No dejes que entre. No lo mires. No permitas que use tu miedo.”
El silencio volvió abruptamente. Clara mantuvo la mano en la puerta, esperando otro ataque. Pero lo que vino fue peor: la radio comenzó a retransmitir un audio antiguo. Era una grabación de la policía del día del incendio. Una voz decía: “Sospechoso masculino no identificado, visto en la propiedad antes de iniciar el fuego.” Clara tragó saliva. Aquello no había sido un accidente. La grabación continuó con un detalle que congeló la sangre de Clara. La voz del agente añadía: “El sujeto escapó hacia los bosques. Se presume que conocía a la niña.” Clara cubrió su boca con ambas manos. Siempre creyó que el incendio había sido accidental, pero esa cinta revelaba un secreto enterrado durante demasiado tiempo. Mateo, desde la radio, murmuró: “Él nunca dejó de buscarte.”
La puerta dejó de moverse. Un silencio espeso cayó sobre la cocina. Clara imaginó la figura al otro lado, inmóvil, escuchando cada palabra de la radio. La voz de Mateo volvió, más grave: “Él no es un fantasma. Sigue vivo. Y sabe que regresaste a la casa.” El aire se volvió tan frío que la mujer vio su propio aliento frente a ella.
La linterna se encendió de golpe, iluminando el umbral. Bajo la puerta, apareció la sombra de dos pies descalzos. Clara retrocedió hasta chocar con la mesa. La radio comenzó a emitir un pitido intermitente. Mateo habló con urgencia: “Clara, ve hacia la ventana. No abras la puerta. Él está esperando que te acerques.” Ella sintió un nudo en el estómago.
El picaporte giró lentamente. Clara gritó sin sonido. La tranca vibró, a punto de ceder. “¡Clara, ahora!” ordenó la voz de Mateo. Ella corrió hacia la ventana, la abrió con torpeza y se impulsó hacia afuera. Cayó sobre el césped húmedo, lastimándose las rodillas. Desde dentro de la casa escuchó la puerta romperse. Algo entró corriendo, respirando fuerte como un animal.
Clara corrió hacia la parte trasera del jardín, guiada solo por la luz de la luna. La radio, que aún sostenía, vibró en su mano. “Ve al granero,” dijo Mateo. “Es el único lugar donde no podrá seguirte.” Clara miró el viejo granero donde jugaban de niños. Sus tablas carcomidas crujían con el viento. Aun así, se dirigió hacia allí sin pensarlo.
A mitad de camino, escuchó pasos detrás de ella. Pero no eran rápidos, ni torpes… eran pausados. Deliberados. Como si su perseguidor disfrutara la cacería. La radio estalló en estática. Entre el ruido, Mateo gritó: “¡No mires atrás!” El instinto la traicionó y giró la cabeza. A través de la oscuridad, vio una silueta alta, encorvada, avanzando lento hacia ella.
Clara entró al granero y cerró la puerta, asegurándola con una vieja viga. Se escondió detrás de los sacos de grano. El silencio era insoportable. La radio volvió a encenderse. “Clara… él no quiere matarte rápido. Quiere que recuerdes lo que hiciste.” Su corazón golpeó su pecho. “¿Qué hice?” preguntó desesperada. “Estabas con él cuando murió,” respondió Mateo con dolor.
La verdad cayó sobre ella como una losa. Mateo no murió rescatándola… murió protegiéndola del hombre que ahora la perseguía. El incendio comenzó cuando ese sujeto intentó llevársela. Mateo peleó con él. Clara, paralizada por el miedo, había corrido sin mirar atrás. Nunca vio cómo su amigo quedaba atrapado entre llamas y sombras. Él murió solo. Y el hombre escapó.
El golpe contra el granero la sacó del recuerdo. La puerta se astilló. Otro golpe más fuerte. Clara gritó. La radio habló con solemnidad: “Clara… ahora sí puedes mirarlo. Ya no eres una niña.” La puerta cedió y una figura entró arrastrando los pies, con la piel pegada al hueso, el rostro cubierto de cicatrices antiguas. Sus ojos vacíos buscaron a Clara.
Clara se incorporó, respirando con dificultad. A pesar del terror, la voz de Mateo la sostuvo. “Termina lo que dejaste pendiente.” Ella tomó una barra de hierro oxidada. El hombre avanzó, extendiendo una mano temblorosa. “Siempre fuiste mía…” murmuró con una voz rota. Clara retrocedió solo un paso. Luego levantó la barra. Por primera vez, no huyó.
El grito que siguió resonó en todo el campo. Cuando por fin todo quedó en silencio, la radio susurró con dulzura: “Ya estás a salvo.” Clara cayó de rodillas, llorando. Afuera, la niebla se disipaba. La voz añadió: “Ahora puedo descansar… gracias por no dejarme solo otra vez.” La radio dejó de vibrar. Se apagó para siempre.
Clara salió del granero al amanecer. La policía llegó después, alertada por los vecinos. Encontraron el cuerpo del hombre cuya identidad había estado perdida por décadas. Clara no habló de voces ni de radios. Solo dijo: “Volvió para terminar lo que empezó.” Esa noche, dejó la radio sobre la tumba de Mateo y por primera vez en años, pudo dormir sin miedo.











