La policía encontró un sótano con juguetes… de niños desaparecidos hace décadas.

La policía encontró un sótano con juguetes… de niños desaparecidos hace décadas. La noche estaba cubierta por una neblina densa cuando la policía recibió el aviso. La llamada provenía de una casa abandonada en las afueras del pueblo, un lugar que los vecinos evitaban desde hacía años. Los agentes Pérez y Molina llegaron primero, alumbrando la entrada carcomida por el tiempo, sin imaginar que aquella vivienda guardaba un secreto que había esperado décadas para ser descubierto.

La puerta cedió con un gemido largo y profundo. Dentro, el aire era pesado, casi irrespirable, impregnado de polvo y humedad antigua. Pérez apuntó su linterna hacia las paredes, observando el papel tapiz desgarrado que se desprendía en tiras. Cada paso resonaba con un eco extraño, como si la casa recordara cada movimiento humano que alguna vez la habitó.

Molina encontró las escaleras que llevaban al sótano. La madera crujió bajo sus pies como si protestara cada vez que un nuevo peso la presionaba. Un olor dulzón y extraño comenzó a ascender desde abajo, un aroma inquietante que parecía mezclar flores marchitas con algo más oscuro. Pérez frunció el ceño. Sabía que ese olor nunca presagiaba algo bueno.

La luz del sótano permanecía apagada, envolviendo todo en una oscuridad casi sólida. Pérez bajó primero, su linterna trazando círculos inciertos sobre el suelo frío. Lo que vio al llegar al final de las escaleras le heló la sangre: cientos de juguetes esparcidos, algunos antiguos, otros modernos, todos colocados con cuidado, como si estuvieran esperando a niños que nunca regresaron.

Había muñecos de porcelana con ojos descoloridos, camiones oxidados, peluches desgastados, rompecabezas incompletos y pequeñas bicicletas alineadas en fila perfecta. Pero lo que hizo que el corazón de Pérez se detuviera un segundo fue una hilera de cajas de madera apiladas contra la pared. Cada una tenía un nombre grabado, escrito a mano, con una caligrafía inquietantemente delicada.

Molina se acercó a las cajas, su respiración entrecortada por el nerviosismo. Abrió la primera con manos temblorosas. Dentro encontró un vestido pequeño cuidadosamente doblado, acompañado de una fotografía en blanco y negro. La imagen mostraba a una niña de unos seis años, con trenzas y una sonrisa que parecía capturada justo antes de desaparecer para siempre.

Pérez revisó otra caja. Esta contenía un zapato infantil y un dibujo hecho con crayones, representando una figura tomándose de la mano con alguien muy alto. Al reverso del papel había una fecha escrita: 1974. Los agentes intercambiaron una mirada de terror. Esas fechas correspondían a niños desaparecidos en la región hacía décadas, casos sin resolver que marcaron la historia del pueblo.

El silencio del sótano era tan profundo que cada respiración se sentía como un grito atrapado. Pérez observó un pequeño tren de madera sobre una mesa. El vagón delantero estaba tallado con iniciales: M.R. Ese nombre estaba grabado en su memoria. Era el de un niño cuya desaparición había sido un misterio sin explicación durante más de cuarenta años.

Molina apuntó su linterna hacia una puerta al fondo del sótano. A diferencia del resto de la casa, esa puerta estaba en perfecto estado, como si alguien la hubiese mantenido intacta. El pomo brillaba con un reflejo extraño, metálico, casi nuevo. Cuando Pérez se acercó, sintió una corriente de aire helado salir desde dentro, como si algo respirara al otro lado.

La puerta tenía un letrero tallado que decía “Sala de juegos”. El mensaje, grabado con precisión inquietante, parecía reciente a pesar del desgaste general de la casa. Pérez tragó saliva y empujó lentamente. La puerta se abrió sin resistencia, revelando una habitación iluminada por una única bombilla colgante que oscilaba suavemente, proyectando sombras inquietantes en cada rincón del lugar.

La sala estaba perfectamente ordenada, como si alguien hubiese dedicado años a mantenerla impecable. En el centro había una mesa pequeña con dos sillas infantiles. Sobre ella, un té de mentirita estaba servido en pequeñas tazas de porcelana, intactas, como si alguien hubiese estado jugando allí hacía apenas unos minutos. Molina sintió que algo no cuadraba. Ese lugar no estaba abandonado.

Las paredes estaban cubiertas de dibujos. Cientos de ellos. Niños sonrientes, manos entrelazadas, cielos azules, casas felices. Pero en cada dibujo había una figura oscura detrás de los niños, un contorno humano sin rostro que parecía observarlos mientras jugaban. Pérez se acercó a uno de ellos, reconociendo el nombre firmado en la esquina inferior: Emilia Duarte, desaparecida en 1985.

El corazón de Pérez comenzó a latir con fuerza. Notó algo extraño al tocar los dibujos. La tinta estaba fresca. No podía tener más de unos días. Molina comenzó a revisar la habitación con urgencia. Encontró una libreta en un estante bajo, abierta en una página escrita con letra infantil. Decía: “Hoy vino a visitarme. Dice que pronto tendremos más amigos. No quiero más amigos.”

El aire se volvió más frío. Una sensación de ojos invisibles recorrió la piel de los agentes. Un ruido suave desde la esquina de la habitación los hizo girar. Algo cayó en el suelo: un muñeco sin cabeza. Nadie lo había tocado. Pérez levantó su linterna y la apuntó hacia esa dirección, pero no encontró a nadie. Solo sombras largas y deformadas.

Molina notó que el muñeco estaba caliente, como si hubiera estado siendo sostenido hace pocos segundos. Su respiración se volvió irregular. Pérez escuchó un sonido detrás de él, como pasos suaves, pero cuando se giró no había nada. Las sombras parecían moverse de manera independiente a la luz, como si tuvieran vida propia y se estiraran hacia ellos.

Un cuadro colgado en la pared llamó la atención de Pérez. En él aparecían once niños alineados, todos sonriendo. Pero la figura que se encontraba detrás era tan alta que apenas cabía en el marco. No tenía cara, solo una superficie lisa donde deberían estar los ojos. En la parte inferior del cuadro estaba escrito: “Mis pequeños tesoros”.

El sótano entero parecía pulsar, como si tuviera un corazón atrapado entre las paredes. Molina intentó retroceder hacia la escalera, pero al girarse encontró algo que le cortó el aire: la entrada al sótano estaba completamente cerrada. No cerrada simplemente. Sellada. Como si nunca hubiera existido una puerta allí. Pérez sintió que algo frío le tocaba la nuca.

Cuando se volvió, no vio a nadie. Pero el aire estaba tan denso que parecía una presencia palpable. Molina intentó llamar por radio, pero solo escuchó interferencia. Una voz infantil se coló entre el ruido, diciendo: “¿Vinieron a jugar?” La frase retumbó por todo el sótano, rebotando en las paredes como un eco maldito que no tenía origen visible.

Un sonido de risas comenzó a emerger desde la Sala de juegos. Risas suaves, infantiles, pero con un tono distorsionado que hacía que la piel se erizara. Pérez retrocedió lentamente mientras las risas se multiplicaban, convirtiéndose en un coro que parecía provenir de todas partes. La bombilla colgante empezó a girar, proyectando sombras que danzaban alrededor de los agentes.

De repente, todas las risas cesaron al mismo tiempo. Un silencio tan absoluto cayó sobre el sótano que los oídos de ambos agentes zumbaron. Entonces, escucharon pasos acercándose desde el fondo de la Sala de juegos. Pasos pequeños, como los de un niño caminando despacio. Pérez levantó su linterna, pero la luz empezó a parpadear.

La figura emergió finalmente. Sin rostro. Sin forma definida. Como una sombra más densa que la oscuridad circundante, avanzando con lentitud hacia ellos. Los juguetes comenzaron a moverse solos, rodando sobre el suelo, acercándose a los agentes como si las sombras los empujaran. Molina gritó el nombre de Pérez, pero su voz se perdió en el aire congelado.

Ambos retrocedieron hasta chocar con las cajas donde estaban los nombres de los niños desaparecidos. Algo dentro de las cajas empezó a golpear desde adentro, desesperado, como si lo que había sido guardado durante décadas aún intentara escapar. Pérez sintió una mano pequeña rozar su muñeca. Una mano fría. Infantil. Y sin embargo… no humana.

La sombra avanzó otro paso. Las luces explotaron. Todo quedó a oscuras. Pérez escuchó una voz muy cerca de su oído: “¿Quieres jugar conmigo?” Lo último que sintió fue el agarre de dedos diminutos subiendo por sus brazos. Molina gritó su nombre, pero pronto otra voz lo envolvió, arrastrándolo hacia la oscuridad mientras algo cerraba la Sala de juegos desde adentro.

El sótano recuperó su silencio. Los juguetes volvieron a su lugar. Los dibujos en las paredes se acomodaron solos con un susurro suave. En el centro de la mesa quedó una libreta abierta en una nueva página. Con letra infantil, alguien escribió: “Hoy llegaron dos más. Ahora tenemos compañía otra vez. Él está feliz.”

La bombilla parpadeó una última vez antes de apagarse por completo. En la oscuridad absoluta, la casa recuperó su quietud, esperando pacientemente la llegada de nuevos visitantes. Porque el sótano nunca se saciaba. Siempre quería más. Y en el fondo del pasillo, una sombra altísima volvió a inclinarse hacia los juguetes, guardándolos para sus pequeños tesoros eternos. El hallazgo del sótano sacudió por completo a la unidad policial del condado. Tras horas sin recibir respuesta de Pérez ni Molina, enviaron un segundo equipo. La llamada de emergencia se había interrumpido abruptamente y la patrulla seguía estacionada frente a la casa. Ninguno de los agentes respondió a los repetidos llamados de radio.

El segundo equipo llegó poco antes del amanecer. La casa se alzaba silenciosa, tan inmóvil que parecía contener la respiración del mundo. Las luces externas de la patrulla seguían parpadeando, pintando la fachada en tonos rojos y azules. Los agentes entraron con armas en mano, inquietos por el silencio sepulcral que envolvía todo el lugar.

Encontraron la planta superior intacta, pero esa quietud solo aumentaba la tensión. La casa parecía observarlos. El reloj antiguo colgado en el pasillo marcaba las 3:07 a pesar de que eran casi las seis. Cada tictac resonaba como un golpe hueco dentro de las paredes, haciendo que los agentes sintieran que avanzaban hacia algo que los esperaba.

Al llegar a la puerta del sótano, notaron algo imposible: no había rastro de haber sido abierta recientemente. Ninguna marca. Ninguna huella. Nada. Como si la entrada jamás hubiera sido usada. Sin embargo, el reporte decía que Pérez y Molina habían bajado allí. Los agentes intercambiaron miradas confundidas. Algo no cuadraba desde el primer paso.

Uno de ellos encontró una libreta policial tirada en el pasillo. Era la de Molina. La hoja donde estaba escribiendo estaba arrancada, como si hubiera sido arrancada a la fuerza. El equipo se tensó aún más. Las escaleras del sótano crujieron con un sonido profundo, como si alguien caminara sobre ellas desde abajo.

A pesar del temor, bajaron. La linterna del primer agente iluminó la escena del sótano… pero ya no había juguetes. Las cajas habían desaparecido. Los dibujos, también. El espacio estaba completamente vacío, excepto por un muñeco tirado en el medio de la habitación. Un muñeco infantil sonriente que parecía esperar a alguien en silencio.

El agente García se acercó para recogerlo. Cuando sus dedos rozaron la tela, el muñeco abrió los ojos. No eran ojos de plástico. Eran ojos reales. Ojos humanos. Todos retrocedieron con un grito contenido. El muñeco volvió a cerrar los párpados como si nada hubiera pasado. La respiración del sótano pareció intensificarse.

De pronto, la bombilla colgante se encendió sola. Su luz débil osciló y luego estalló, dejando una estela de chispas que iluminaron momentáneamente las paredes. En ese breve destello, los agentes vieron sombras alineadas, pequeñas y quietas, como filas de niños mirándolos desde todos los rincones del sótano. Luego la oscuridad lo devoró todo.

Uno de los agentes tropezó al intentar retroceder. Cuando cayó, sintió una mano pequeña sostenerle el hombro. No pesada. No violenta. Solo fría. Terriblemente fría. Se giró, pero no había nadie detrás. El sótano volvió a llenarse de murmullos suaves, como voces infantiles intentando hablar desde un lugar profundo y lejano.

García ordenó retirada, pero cuando intentaron subir las escaleras, encontraron nuevamente la entrada sellada. Igual que en la experiencia de Pérez y Molina, la puerta desapareció por completo. Las paredes parecían vivas, latiendo lentamente, como si la casa fuera un organismo que se alimentaba de quienes descendían a sus profundidades.

Los agentes iluminaron las paredes buscando una salida, pero la superficie parecía derretirse y recomponerse como carne viva bajo la luz. Las sombras se movían independientemente de sus linternas. Múltiples figuras pequeñas se formaron alrededor, tomando forma de niños que parecían tener rostros borrosos, como si fueran recuerdos a medio materializarse.

Una risa infantil resonó cerca del oído de García. Era una risa quebrada, como una grabación antigua reproducida en bucle. Los demás agentes sintieron un golpe frío en sus nucas, como si alguien soplara desde atrás. Pero cuando se giraban, solo veían oscuridad y sombras que se estiraban hacia ellos con lentitud maliciosa.

Uno de los agentes apuntó hacia la esquina donde las sombras eran más densas. La luz reveló un rostro infantil pegado a la pared, observándolos. Sus ojos estaban vacíos. La boca torcida en una sonrisa imposible, como si hubiera sido dibujada a la fuerza. Cuando la luz lo tocó, el rostro se deshizo como polvo.

Al intentar comunicarse por radio, solo escucharon interferencia. La misma interferencia que había escuchado Molina antes de desaparecer. Pero esta vez, la estática tomó forma de palabras: “No queremos estar solos.” La voz sonaba a un coro de niños superpuesto, como si múltiples almas compartieran la misma garganta invisible.

Las sombras comenzaron a moverse, rodeándolos en un círculo cerrado. Cada paso hacia atrás reducía el espacio disponible. García intentó disparar, pero el arma explotó en su mano como si el metal se deshiciera. Cayeron fragmentos calientes al suelo. El sótano reaccionó al ruido con un zumbido grave que parecía provenir del suelo mismo.

Un agente gritó que había visto algo detrás de la puerta oculta. Una figura alta, delgada, sin rostro, los observaba desde la pared sellada. No movía brazos ni piernas, pero su presencia lo llenaba todo. Las sombras infantiles parecían formar un camino hacia él, como si fueran sus seguidores, o sus presas eternas.

La figura levantó un brazo lentamente. No tenía mano, solo una prolongación oscura que apuntó hacia los agentes. En ese momento, todos ellos sintieron que algo tiraba de ellos desde dentro del pecho, como si un hilo invisible intentara arrancarles el alma. La presión era insoportable. Uno cayó al suelo retorciéndose.

García, con el corazón al borde del colapso, iluminó la figura con su linterna. La criatura reaccionó como si la luz fuera ácido. Un chillido desgarrador sacudió las paredes. Las sombras infantiles retrocedieron, confusas. La figura se deformó brevemente, perdiendo forma. Era la primera vez que algo la debilitaba.

Aprovechando esos segundos, los agentes se acercaron a la pared sellada. El golpe combinado de dos linternas logró que la textura temblara. La figura comenzó a retorcerse como si perdiera control sobre el sótano. Las voces infantiles gritaban al unísono: “No se vayan.” Era un ruego desesperado que perforaba la mente.

De pronto, la pared cedió. La entrada al sótano reapareció como si hubiera sido reconstruida desde la nada. La figura avanzó con un movimiento convulsivo, extendiendo sus sombras como tentáculos. Los agentes subieron las escaleras corriendo mientras las sombras intentaban alcanzarles los talones con dedos gélidos que prometían eternidad.

Al llegar arriba, la puerta se cerró de golpe. Un impacto brutalesonó desde abajo, como si la criatura intentara derribarla. La casa tembló. Los agentes escaparon a través de una ventana y corrieron hacia la patrulla. Detrás de ellos, la casa seguía vibrando como si respirara furia antigua. Nadie se atrevió a mirar atrás.

Cuando al fin se detuvieron, exhaustos, vieron algo imposible: en la ventana del sótano, once rostros infantiles los miraban fijamente. Sus ojos vacíos brillaban con un resplandor blanco. En el centro, la figura alta se inclinó hacia el cristal, como despidiéndose… o invitándolos a volver algún día al sótano que siempre reclama más.

Horas después, los informes oficiales omitieron casi todo lo ocurrido. Nadie creyó a los agentes, excepto un investigador que encontró algo inquietante: en la libreta que García llevaba esa noche, alguien escribió una frase con letra infantil: “Él quiere jugar contigo.” Nadie supo quién escribió eso. Nadie quiso averiguarlo.

Pero la casa sigue en pie. Y cada noche, luces pequeñas se ven encendiéndose en el sótano. Como velas diminutas. Como ojos abiertos. Como recuerdos que nunca encontraron descanso. Y quienes pasan cerca dicen escuchar risas suaves, invitaciones susurradas… y un nombre repetido en la oscuridad: “García… García…” Después del escape, García no volvió al trabajo durante semanas. Sus noches estaban llenas de pesadillas: niños sin rostro observándolo desde la oscuridad y una figura alta, imposible de olvidar, extendiendo su sombra hacia su cama. Cuanto más intentaba ignorarlo, más fuerte se volvía la sensación de que algo lo seguía a donde fuera.

Intentó retomar su rutina diaria, pero cualquier objeto reflejante mostraba sombras que no correspondían a su cuerpo. En el retrovisor del auto, vio pequeñas manos apoyadas en el asiento trasero. Cuando giró para comprobarlo, el espacio estaba vacío. Desde entonces, evitó mirar cualquier superficie brillante más de un segundo.

El departamento de policía asignó a un psicólogo para evaluar a García. Él relató todo, desde los ojos del muñeco hasta la presencia de la figura. El psicólogo anotó, escuchó y finalmente sugirió “agotamiento extremo con alucinaciones inducidas por estrés”. García sintió que lo estaban enterrando en silencio, tal como la casa hacía con sus víctimas.

Una mañana, recibió una llamada del laboratorio forense. Habían analizado la libreta donde apareció la frase “Él quiere jugar contigo”. La letra coincidía con la de uno de los niños desaparecidos en 1984: Diego Morales, desaparecido en circunstancias nunca aclaradas. Ese mismo niño aparecía en uno de los juguetes encontrados.

El análisis confirmó algo más inquietante: la tinta usada para escribir en la libreta tenía menos de veinticuatro horas de antigüedad. Eso significaba que alguien —o algo— había escrito en la libreta mientras García huía de la casa. El investigador del laboratorio lo contactó nuevamente, inquieto, pidiendo ver la casa en persona.

García se negó rotundamente. Sin embargo, esa noche escuchó el sonido de pasos infantiles recorriendo el pasillo de su departamento. Eran pasos suaves, pero rápidos, como niños corriendo mientras jugaban. Cuando abrió la puerta del pasillo, las luces se apagaron y una risa infantil resonó detrás de él.

Volvió a encender las luces y encontró en el suelo un pequeño tren de juguete. No era suyo. Era idéntico al que había visto en el sótano desaparecido. El vagón trasero tenía una frase grabada a mano: “No nos dejaste terminar el juego.” Ese fue el momento en que entendió que el vínculo con la casa era permanente.

Decidió grabar lo que sucedía. Al colocar una cámara en su sala, capturó movimientos imposibles: puertas que se abrían, sombras que caminaban por el pasillo, y en un fotograma exacto, el rostro de un niño mirando directamente al lente con los mismos ojos vacíos que lo habían perseguido en el sótano.

Desesperado, regresó a hablar con el equipo que lo acompañó aquella noche, pero dos habían renunciado y se negaban a conversar del tema. Uno se había mudado de estado y el último estaba internado por trastornos del sueño. Toda evidencia sugería que cada uno cargaba una parte del sótano dentro de su mente.

García empezó a recibir llamadas telefónicas sin sonido. Cuando respondía, al principio solo escuchaba estática, pero con los días comenzó a distinguir voces infantiles detrás. “¿Quieres jugar con nosotros?” preguntaban en coro. Otras veces solo susurraban su nombre, cada vez más cerca, como si estuvieran justo detrás de la línea.

Buscando respuestas, revisó los archivos antiguos de los niños desaparecidos. Descubrió que todos vivían en la misma zona. Coincidían edades, perfiles y fechas que apuntaban a un patrón. Pero hubo algo aún más perturbador: varios reportes mencionaban haber visto a un “hombre alto” sin rostro siguiendo a los niños la noche previa.

El patrón coincidía con la figura que él había visto en el sótano. Un ser que no pareciera humano, pero que tenía control sobre aquellas almas atrapadas. Ninguno de los expedientes mencionaba un sótano, pero los testigos que describieron la figura murieron poco después. Accidentes inexplicables. Suicidios forzados. Paradas cardíacas repentinas.

García decidió enfrentar la verdad: la casa no era el origen. Era solo un punto de acceso. Un portal donde la figura reunía a los niños para mantenerlos atrapados. Había otros lugares así, pero ese sótano era el más activo. Comprendió que el monstruo buscaba algo más que compañía: buscaba expandirse.

El investigador forense lo visitó una tarde, diciendo que tenía información urgente. Antes de que pudiera hablar, se escuchó un golpe seco en el techo. Ambos miraron arriba. Segundo golpe. Tercero. Parecía una avalancha de pasos infantiles. Cuando por fin subieron, encontraron escrituras en todas las paredes: “YA VIENE.”

El forense revisó las cámaras de vigilancia del edificio. En un fotograma captado a las 3:07 a.m., vio claramente una figura alta entrando al departamento de García… sin abrir la puerta. Se desvanecía en el aire, como si estuviera hecha de humo sólido. García comprendió que la criatura había marcado ese horario para siempre.

Esa noche, mientras intentaba dormir, sintió el colchón hundirse lentamente a su lado, como si un cuerpo pequeño se acostara allí. No se atrevió a girarse. Escuchó una respiración suave, infantil. Luego una voz apenas audible: “Él viene por ti porque ya jugaste con nosotros.” En ese instante, sintió una mano fría tomar la suya.

Saltó de la cama aterrado. Encendió la luz. No había nadie. En el suelo, el mismo muñeco del sótano estaba sentado, mirando hacia él. Los párpados se abrieron lentamente, revelando ojos extrañamente humanos que parecían reconocerlo. Una sonrisa se dibujó en su tela, más amplia de lo posible, como una mueca forzada.

En un intento desesperado, García buscó ayuda de un sacerdote especialista en fenómenos inexplicables. El sacerdote accedió a visitar la casa. Al llegar, la cruz en su pecho comenzó a vibrar. Bajó al sótano sin temor. García lo siguió. Pero el sótano ahora estaba lleno de juguetes. Más que antes. Cientos.

El sacerdote comenzó a rezar, pero las sombras se agitaron. Un viento helado atravesó la habitación. La figura alta apareció en la esquina, distorsionando todo lo que tocaba. Pero cuando el sacerdote levantó la cruz, la criatura se retorció, como si la luz repentina la hiriera. Las sombras infantiles lloraron en coro.

García vio que el sacerdote era empujado contra la pared. Algo invisible lo sujetaba del cuello. Chorros de sangre comenzaron a salir de sus manos, como si pequeños dedos invisibles lo arañaran sin parar. Las paredes vibraban, la luz temblaba y los juguetes empezaron a moverse solos, rodando como si tuvieran vida propia.

Enmedio del caos, García notó que en el centro del sótano había un dibujo. Era nuevo. Una casa, un sótano, y él mismo rodeado por niños sin rostro. El dibujo tenía una frase debajo: “Él quiere tu sombra.” La figura alta comenzó a acercarse, absorbiendo la luz como un agujero negro viviente.

El sacerdote reunió fuerzas y gritó una oración final. Un destello iluminó el sótano, rompiendo temporalmente el control de la criatura. Las sombras retrocedieron, gritando con voces de niños y algo más profundo. García tomó al sacerdote, y juntos corrieron hacia la salida. Esta vez, milagrosamente, la puerta permaneció abierta.

Al salir, escucharon un golpe detrás. La puerta del sótano se cerró sola. Los juguetes dejaron de sonar abruptamente. El silencio fue absoluto. El sacerdote cayó al suelo sin respirar. García llamó a emergencias, pero cuando los paramédicos llegaron, el sacerdote estaba pálido, y su cruz completamente oxidada… como si hubieran pasado décadas.

Días después, García abandonó la policía. Sabía que la criatura no descansaría. Que los niños seguían atrapados. Que la casa seguiría activa. Lo que nadie sabía era que él comenzaba a ver sombras incluso a la luz del sol. Sabía que el juego no había terminado. Porque cada noche, a las 3:07, alguien tocaba su puerta.

Y siempre era del mismo tamaño que un niño.

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