Él abrió su buzón y encontró fotos de su familia durmiendo. No había sobres, ni remitente, ni explicación. Solo un fajo de fotografías en blanco y negro, atadas con una liga vieja. Tomás sintió cómo algo frío le recorría la espalda. No esperaba cartas, mucho menos imágenes que jamás había autorizado ni tomado.
Entró a la casa con las fotos en la mano, tratando de mantener la calma. Su esposa, Ana, lavaba los platos en la cocina y le lanzó una sonrisa distraída. Los niños jugaban en la sala, rodeados de juguetes desordenados. Todo parecía normal, cotidiano, inocente. Pero esas fotos pesaban como plomo en sus dedos.
Se sentó a la mesa y empezó a mirar la primera. Era su habitación. La cama matrimonial. Ana dormía de lado, con el cabello desordenado sobre la almohada. La luz parecía provenir del pasillo. La foto estaba tomada desde la puerta, como si alguien hubiese estado parado allí, observándolos en la oscuridad.
La segunda foto mostraba la habitación de los niños. Sofía, de seis años, abrazaba a su peluche favorito. Martín, de nueve, dormía boca abajo, con una pierna fuera de la cama. La imagen estaba tomada desde la esquina junto al armario, en ángulo alto. Ninguna de las luces parecían encendidas, pero todo se veía nítido, casi antinatural.
Tomás tragó saliva. Su respiración se hizo más pesada. Las manos le temblaron un poco mientras pasaba a la tercera fotografía. Era el pasillo de noche, vacío. Pero al fondo, casi imperceptible, se veía una sombra alargada, como de alguien demasiado alto para encajar con las proporciones normales. Creyó que era un juego de luz… hasta que vio los ojos.
En medio de la sombra, dos puntos más oscuros que la oscuridad parecían fijarse en la cámara. Sin brillo, sin reflejo, solo ausencia profunda. Tomás apartó la foto de inmediato, con el corazón acelerado. Ana notó su expresión desde la cocina, pero él sonrió forzado, diciendo que solo eran “propagandas raras”. No quiso alarmarla todavía.
Siguió revisando. Cada foto era más cercana, más invasiva. Una mostraba a Martín con la boca entreabierta, como si intentara hablar en sueños. Otra, a Sofía con el ceño fruncido, apretando los ojos, como si algo la observara incluso dormida. Lo perturbador no era solo la intimidad capturada, sino la sensación de que ellos sabían, en lo profundo, que no estaban solos.
En una de las imágenes, tomada en la sala, podía verse el reloj de pared marcando las 3:16 de la madrugada. Sobre el sofá, Tomás dormía con el televisor apagado frente a él. No recordaba esa noche en particular, pero sabía que muchas veces se quedaba allí, vencido por el cansancio. La foto estaba tomada desde muy cerca.
Tanto, que podía verse incluso el poro de su piel, la ligera sombra de barba, el brillo mínimo en el borde de sus labios resecos. Nadie en la casa tenía una cámara con esa calidad. Nadie en la casa debía estar despierto a esa hora tomando fotos. Un pensamiento escalofriante se instaló: ¿y si las tomaron desde dentro, sin que despertaran?
Buscó en su memoria alguna señal: puertas abiertas, ruidos extraños, ventanas movidas. Nada. La casa siempre había sido tranquila. Últimamente, tal vez demasiado. Un silencio espeso reinaba en las madrugadas, uno que él atribuía al cansancio y a las rutinas aplastantes. Pero ahora se preguntaba si, en realidad, no era otra cosa escuchando junto a ellos.
En la siguiente foto, el ángulo era más extraño. Estaba tomada desde arriba de la cama, como si la cámara flotara sobre ellos. Ana dormía en su lado, Tomás en el suyo. La manta cubría la mitad de sus cuerpos. Lo perturbador era el desenfoque en el centro de la imagen, como si algo se interpusiera entre la cama y el lente.
Pero lo que quebró su serenidad fue otra cosa: en la esquina inferior derecha, casi fuera de cuadro, se veía claramente la silueta de una mano apoyada en el colchón. Una mano huesuda, larga, con dedos demasiado finos. Esa mano no era suya, tampoco de Ana. Estaba en un punto donde nadie debería estar, a menos que estuviera inclinado sobre ellos.
Tomás sintió náuseas. Se levantó de golpe y llevó las fotos al estudio, cerrando la puerta. No quería que los niños vieran nada. Las extendió sobre el escritorio, tratando de ordenarlas. Se dio cuenta de algo inquietante: todas parecían de distintas noches. Las posiciones, la ropa, la disposición de los juguetes cambiaban. No era una sola visita. Eran muchas.
Encontró una en particular que lo dejó helado. Era la entrada de la casa, vista desde el interior. La puerta estaba entreabierta. Afuera, solo oscuridad. Pero en el piso, junto al tapete, se veía un rastro de gotas pequeñas, oscuras, como si alguien hubiera entrado mojado, o… goteando algo que no quería imaginar. No recordaba haber visto ese rastro jamás.
Entonces llegó a la última fotografía. Era distinta a las demás. No estaba en blanco y negro. Estaba en un tono azul grisáceo, casi nocturno. En ella, podía verse su propia habitación, otra vez. Ana no estaba. Los niños no estaban. Solo él. Tomás, acostado, de lado, con los ojos cerrados. Pero lo aterrador era desde dónde estaba tomada.
La imagen estaba capturada justo frente a su rostro, a unos centímetros. Podía ver cada pestaña, el pliegue del párpado, la ligera arruga junto a la ceja. Incluso el movimiento mínimo de su respiración se insinuaba en el desenfoque del fondo. No había forma de que alguien se acercara tanto sin que él despertara. A menos que jamás hubiera sido alguien.
Se dio cuenta de que, en la esquina de esa foto, había algo más. Reflejado en el cristal del cuadro que colgaba detrás de su cama, una figura inclinada sobre él. Alta, amorfa, con los mismos ojos hundidos que había visto en la foto del pasillo. Y, por primera vez, notó otro detalle brutal: la forma de la sombra sobre su cuello.
Era como si algo alargado, semejante a una mano o garra, descansara justo donde latía su pulso. Como si midiera el tiempo que le quedaba. Tomás apartó la foto con un manotazo, respirando entrecortado. El teléfono vibró. Era un número desconocido. Dudas y temor se mezclaron, pero contestó. Al otro lado, solo una voz susurrante.
—¿Te gustaron las fotos?
El mundo pareció detenerse. Tomás tragó saliva, incapaz de responder. La voz era extraña, distorsionada, ni masculina ni femenina. Un ruido metálico acompañaba las palabras, como si hablaran desde un lugar muy profundo o a través de algo corroído. La respiración al otro lado era lenta, disfrutando cada segundo de su silencio.
—Tengo más —continuó la voz—. Muchas más. Solo quería que supieras… que me gusta cuidarlos cuando tú no puedes.
Tomás por fin consiguió articular una palabra.
—¿Quién eres?
El susurro rió, un sonido incómodo, como vidrio raspando metal.
—No importa quién soy. Importa desde cuándo estoy ahí.
Tomás colgó de golpe, con las manos sudorosas. Activó todas las cerraduras, revisó ventanas, miró detrás de cortinas, debajo de camas. Ana lo observaba desde la puerta del pasillo, confundida. “¿Qué pasa?” Él solo respondió que era “un mal chiste”, pero su voz no convenció a nadie. Menos a sí mismo. Esa noche decidió no dormir.
Se sentó en la sala, con las luces apagadas, dejando solo una lámpara tenue encendida. Puso las fotos en la mesa frente a él, a modo de desafío. Tomó una taza de café y se dijo que aguantaría despierto. Quería ver. Necesitaba comprobar, con sus propios ojos, si alguien entraba, si algo se movía, si esas imágenes tenían explicación humana.
Las horas pasaron lentas. Ana se durmió, los niños también. El silencio se volvió un personaje más, pesado, presente. A las tres de la mañana, cuando el sueño empezaba a ganar, la lámpara parpadeó levemente. Tomás tensó el cuerpo. El aire se volvió frío de golpe. No como cuando baja la temperatura, sino como si algo helado hubiera cruzado la habitación.
Sintió una presión en el pecho, una intuición casi animal que le decía que no estaba solo. No escuchó pasos, no oyó puertas. Pero supo, en lo más instintivo de su ser, que “eso” estaba detrás de él. No un intruso común, sino la misma presencia que había estado sobre su cama en aquella fotografía.
No se giró de inmediato. Clavó la mirada en la foto donde él dormía. Notó algo que antes no había visto: en el reflejo de sus pupilas cerradas, se insinuaba un brillo blanco, como si algo se reflejara en ellas incluso con los ojos cerrados. Un pensamiento lo perforó: ¿y si no era la primera vez que lo observaban así?
La lámpara se apagó. Todo quedó en oscuridad total. Detrás de él, apenas a unos centímetros, escuchó una respiración lenta, profunda, que no era la suya. El teléfono vibró sobre la mesa, iluminando brevemente las fotos con su pantalla. El identificador mostraba otra vez: “Número desconocido”. Y entonces, en el silencio, la voz sonó muy cerca de su oído.
—No mires atrás todavía… la siguiente foto aún no la has visto. Tomás no contestó el teléfono. Ni siquiera se movió. Estaba paralizado, consciente de que aquello respirando detrás de él no era humano. El aire tenía un olor extraño, como humedad mezclada con óxido. La presencia parecía inclinarse lentamente, como si examinara cada detalle de su miedo. La vibración del teléfono cesó, dejando un silencio aún más espeso.
De pronto, una mano helada lo rozó en el hombro. No fue un golpe ni un agarre, solo un toque suave, casi curioso, como si “eso” quisiera confirmar que él estaba despierto. Tomás se levantó de un salto, girándose con todas sus fuerzas. Pero detrás de él no había nada. Ni sombra, ni figura, ni movimiento. Solo el aire helado en forma humana.
La lámpara volvió a encenderse sola. Todas las fotos sobre la mesa estaban desordenadas, aunque él no recordaba haberlas tocado. Pero había una nueva imagen, una que no estaba antes. Era él, minutos atrás, sentado en el sofá, con la sombra inclinada detrás de su nuca. Lo que más lo perturbó fue que en esa fotografía… él miraba directamente a la cámara.
No recordaba haber volteado. No recordaba haber visto nada. Sin embargo, la expresión de sus ojos en la foto no era de miedo, sino de reconocimiento. Como si lo que fuera que tomaba esas fotos hubiera capturado un momento en que su cuerpo reaccionó antes que su mente. Tomás sintió un escalofrío que le heló la columna completa.
Tomó el teléfono con manos temblorosas y revisó la cámara de seguridad de la sala. Había instalado varias por paranoia meses atrás, aunque jamás habían grabado nada fuera de lo común. Reprodujo la hora exacta en que la luz se había apagado. La pantalla mostró su figura en el sofá… y detrás de él, una silueta alta, inclinada, oscura como un agujero.
La figura se movía sin caminar. Se acercaba deslizándose, sin alterar el aire, sin sonido, sin sombra propia. Se detuvo detrás de él. La pantalla tembló levemente, como si la cámara intentara enfocar un objeto imposible. La figura estiró un brazo larguísimo hacia su hombro. Y justo antes de tocarlo, la grabación se cortó abruptamente, volviendo a blanco.
Tomás retrocedió, sintiendo que la imagen misma lo perseguía. Quiso despertar a su familia y huir, pero algo en su instinto le gritó que no debía hacerlo. Que moverlos, tocar las puertas, encender más luces… podría llamar aún más la atención de aquello que parecían haber invitado sin saber. No era humano. No era un ladrón. Era algo que había estado con ellos mucho antes.
Entonces, su teléfono vibró de nuevo. Esta vez no era una llamada, sino un mensaje. La notificación decía simplemente: “Foto nueva”. Tomás abrió la galería lentamente. El corazón se le detuvo un segundo. La imagen mostraba la habitación de sus hijos. Tomada desde el techo. Y en cada una de las camas, las sombras de dos figuras altas inclinadas sobre ellos.
Tomás corrió hacia el pasillo, dispuesto a entrar a su cuarto. Pero cuando llegó a la puerta, la encontró cerrada, aunque él jamás la dejaba así. Intentó abrirla, pero la perilla estaba fría, como hielo recién formado. Golpeó, empujó, gritó sus nombres sin hacer escándalo. Alguien —o algo— no quería que entrara. La casa parecía tener vida propia.
De repente, todo se volvió silencioso. Un silencio tan profundo que ni el viento ni los autos del exterior parecían existir. Entonces escuchó un sonido suave, como un susurro infantil, detrás de la puerta. “Papá…” La voz era de Sofía, pero distorsionada, como si viniera desde debajo del agua o desde un lugar demasiado lejos para ser real.
Desesperado, Tomás volvió a su estudio y tomó las fotos, buscando una pista. Releyó cada imagen, cada sombra. Fue entonces cuando notó un detalle que antes había pasado por alto. En una de las fotos del pasillo, una puerta al fondo estaba entreabierta. No era una puerta real de la casa. No existía en su hogar. Pero estaba allí, en la foto.
Miró la versión digital en su teléfono ampliándola. Lo que vio detrás de la puerta inexistente lo dejó sin aliento: su propio rostro, pero envejecido, pálido, con ojos vacíos. Esa versión de él estaba parado en un pasillo que no reconocía, extendiendo la mano hacia la cámara. Como si quisiera advertir algo. O pedir ayuda desde otro lado.
La casa se estremeció de repente. No fue un terremoto, sino como si algo hubiera caminado por dentro de las paredes. Los cuadros vibraron. Las luces parpadearon. Y la puerta del cuarto de sus hijos se abrió lentamente con un chirrido largo, prolongado, casi deliberado. Tomás corrió hacia allí, sintiendo un frío insoportable que lo obligaba a avanzar con dificultad.
Entró. La habitación estaba oscura. No vio a las figuras. Los niños dormían, como si nada hubiera ocurrido. Él se acercó temblando, tocándolos para confirmar que estuvieran cálidos, reales. En el pecho de Sofía encontró algo doblado: una fotografía nueva, recién revelada. Era él, parado en la puerta del cuarto. Pero detrás de él, la sombra tenía ahora… forma de sonrisa.
Esa sonrisa no era humana. No tenía labios ni dientes, solo un arco de oscuridad curvada. Cuando levantó la vista, la figura estaba en la esquina, inmóvil, como esperando. Pero no avanzó. No atacó. Solo lo observó, inclinando la cabeza hacia un lado, como estudiándolo. Tomás retrocedió lentamente, protegiendo a sus hijos, entendiendo un mensaje terrible: esa cosa no había venido a lastimarlos. Había estado ahí siempre.
La figura levantó una mano fina y señaló el piso. Tomás bajó la mirada y vio una última fotografía. En ella, su familia dormía, pero él no estaba. En su lugar, había un espacio vacío en la cama. Como si él ya no perteneciera allí. Cuando levantó la cabeza, la figura había desaparecido. Los niños respiraban tranquilos. Todo parecía volver a la calma.
Tomás comprendió entonces que aquello no buscaba dañarlos, sino observarlos. Recordó las palabras del susurro: “Me gusta cuidarlos cuando tú no puedes.” Pero cuidar no significaba protección… sino vigilancia. Algo había escogido a su familia como objeto de atención, como si fueran parte de un plan que él nunca entendería.
Esa noche, Tomás recogió todas las fotos y las guardó en una caja metálica. Sabía que no podía destruirlas. Sabía que no podía mudarse. Lo que fuera que estuviera allí… no estaba ligado a la casa, sino a ellos. A él. Y en el fondo, muy en el fondo, algo en su mente comenzaba a recordar pequeños momentos de su infancia, sombras similares, sueños repetidos. Tal vez esto no era nuevo.
Tomás se sentó en la oscuridad, mirando el pasillo mientras todos dormían. Por primera vez en mucho tiempo, sintió que no estaba a cargo de su propia casa. De su familia. De su vida. Pero también sintió otra cosa: la presencia había dejado de esconderse. Y él comenzaba a ver, lentamente, la verdad de lo que siempre lo acompañó desde niño.
La última fotografía vibró dentro de la caja. Como si algo, desde dentro, siguiera tomando imágenes sin cámara. Tomás no abrió. No quería ver más. Pero sabía que, tarde o temprano, tendría que mirar la siguiente fotografía. Porque la voz volvería a llamarlo. Y cuando lo hiciera, él ya no estaría sorprendido. Solo preparado.











