Él instaló cámaras en su casa, pero lo que grabaron mientras dormía lo obligó a huir.

Él instaló cámaras en su casa, pero lo que grabaron mientras dormía lo obligó a huir. Todo empezó con ruidos que Daniel no sabía cómo explicar. No eran golpes fuertes ni pasos evidentes: eran susurros de madera, crujidos breves, como si la casa respirara distinto cuando él apagaba las luces. Al principio pensó que era su imaginación, cansancio acumulado después de jornadas largas de trabajo frente al ordenador.

Pero las cosas comenzaron a cambiar de lugar. Una silla ligeramente movida del comedor, un cuadro torcido que él juraría haber dejado recto, la puerta del refrigerador apenas abierta al despertar. Ninguna era una prueba contundente, pero juntas formaban un patrón que lo inquietaba. Vivía solo. No había nadie más que pudiera estar jugando con sus cosas.

Una madrugada, a las 3:12, se despertó con la sensación nítida de que alguien lo observaba desde el pasillo. No escuchó nada, pero sintió una presencia pesada, como si el aire frente a la puerta estuviera ocupado por algo invisible. Se incorporó, prendió la luz, y no encontró a nadie. Esa ausencia, sin embargo, no le dio alivio. Lo dejó más nervioso.

Al día siguiente compró un kit de cámaras de seguridad. De esas que se conectan por wifi y graban toda la noche. Las colocó en la sala, la cocina, y una en su habitación, apuntando hacia la cama. Pensó que era exagerado, pero la idea de tener “ojos” vigilando mientras dormía le daba una falsa sensación de control.

Probó el sistema. Caminó por la casa frente a las cámaras, revisó desde el celular que todo se registrara bien. Se vio a sí mismo, solo, moviéndose por su propia casa con gesto serio. “Ridículo”, murmuró. Pero esa noche dejó todas las luces apagadas y las cámaras encendidas. Se durmió convenciéndose de que al día siguiente no habría nada raro.

La mañana llegó con la luz entrando por las rendijas de la persiana. Nada parecía fuera de lugar. Por un momento pensó que, tal vez, después de todo, todo había sido su mente jugando en contra. Se preparó un café, se sentó frente al portátil, abrió la aplicación de las cámaras y comenzó a revisar la grabación de la noche.

Las primeras horas eran normales: él apagando las luces, acomodándose en la cama, dando vueltas antes de dormir, revisando el móvil por última vez. Luego, quietud. Respiración lenta, constante. El reloj en la esquina de la pantalla avanzaba. 1:15 a.m. — nada. 2:02 a.m. — nada. 3:10 a.m. — un leve cambio en la imagen, casi imperceptible.

A las 3:12, justo cuando la noche anterior se había despertado, la cámara de la habitación captó algo. Al principio pensó que era un error de imagen. Un leve aumento de sombra en la puerta. Pero el contorno empezó a definirse, como si la oscuridad adquiriera forma. La figura de alguien de pie, alto, quieto, observando la cama.

Daniel sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Amplió la imagen. El rostro estaba borroso, como si la cámara no quisiera enfocarlo, pero la sensación era clara: aquello estaba mirándolo dormir. Durante casi un minuto, la figura permaneció inmóvil en el umbral. Luego, lentamente, dio un paso dentro de la habitación. El sensor de movimiento se activó. No era un fallo técnico.

La figura avanzó hasta ponerse a un lado de la cama. Daniel durmiente seguía inmóvil, inconsciente. El invasor inclinó la cabeza hacia él, como examinándolo. Entonces, la imagen hizo un gesto que lo dejó helado. La sombra alargó una mano hacia su rostro. Sin tocarlo, sin rozarlo. Y sin embargo, en la grabación, podía ver su propio cuerpo tensarse levemente, como respondiendo a algo.

Se vio a sí mismo fruncir el ceño, murmurando palabras ininteligibles. La figura lo observó unos segundos más y luego, con una fluidez inhumana, se giró hacia la cámara. No tenía rostro definido, pero cuando “miró” al lente, la imagen se distorsionó, como si la cámara misma tuviera miedo de registrarlo. La pantalla se llenó de ruido digital por dos segundos.

Cuando la imagen volvió, la figura ya no estaba. La puerta seguía abierta. Daniel siguió dormido hasta las 7:43. Paró el video. El corazón le latía tan fuerte que le costaba tragar saliva. Cerró el portátil de golpe, como si así pudiera encerrar al intruso dentro de la pantalla. Pero la sensación de haber sido observado era demasiado real.

Pasó el resto del día en estado de alerta. Cerró bien puertas y ventanas, revisó cerraduras, lanzó miradas rápidas a cada esquina de la casa. Cada sombra parecía un sospechoso. Al anochecer, dudó en dejar las cámaras encendidas otra vez. Una parte de él quería romperlas, fingir que nada había pasado. Otra sabía que, si no miraba, solo entregaría más terreno al miedo.

Al final, las dejó grabando. Esta vez le costó mucho más conciliar el sueño. Se dio vuelta una y otra vez, imaginando la figura en la puerta. Cuando por fin se rindió al cansancio, lo hizo con un pensamiento clavado: “Si vuelve, quiero saberlo. No quiero ser el único que no lo ve.” El sueño lo atrapó como una caída lenta.

Al despertar, la luz del día no trajo el alivio esperado. Hizo café con manos torpes, sin dejar de mirar de reojo el portátil cerrado. Sabía que en esas horas grabadas podría haber respuestas… o algo peor. Bebió un sorbo, respiró hondo, abrió el ordenador y dio play. Cada segundo era una cuerda tensada a punto de romperse.

Como la noche anterior, al principio todo era normal. Él girando en la cama, buscando postura, hasta quedar inmóvil. La hora, otra vez, quedó fijada en la esquina: 3:11… 3:12. Esta vez no fue una sombra en la puerta. La figura estaba ya dentro de la habitación, sentada al borde de la cama, de espaldas a la cámara. Daniel casi tiró el café.

Amplió la imagen. El intruso estaba inclinado hacia su cuerpo dormido, en una postura casi familiar, como si alguien lo velara, como una madre a su hijo enfermo… o un depredador esperando el momento adecuado. De pronto, la figura se enderezó y giró lentamente la cabeza hacia la cámara. Y entonces Daniel dejó de respirar por un instante.

No era una sombra. Era él. Su propio rostro. Sus mismos rasgos, su barba, su corte de cabello. Su ropa. Él mismo, sentado al borde de la cama, mirándose dormir. La imagen no dejaba lugar a dudas. No era un doble imperfecto, no era un reflejo. Era él mismo, duplicado, existiendo de pie y acostado al mismo tiempo.

La versión sentada lo observó con una expresión indescriptible. No era odio, tampoco ternura. Era una mezcla de cansancio, tristeza y… algo parecido al reproche. El “otro” Daniel se inclinó sobre su cuerpo dormido y murmuró algo que el micrófono no captó del todo. Sin embargo, al subir el volumen, se alcanzaron a distinguir tres palabras: “No entiendes aún.”

Después, el “otro” se levantó, caminó hacia la puerta, pero en lugar de salir, se detuvo frente a la cámara. Se acercó tanto que solo se veía su ojo derecho en pantalla. Y ahí ocurrió algo aún más perturbador: mientras lo miraba, el Daniel dormido en la cama comenzó a hablar en sueños, con voz entrecortada.

—No… no quiero… todavía no —decía la versión dormida.
El que estaba frente a la cámara respondió en un susurro inaudible. La imagen se distorsionó otra vez, como la noche anterior, y cuando volvió a estabilizarse, no había nadie en la habitación. Ni el intruso, ni movimiento alguno. Solo su cuerpo respirando, ajeno a la conversación que parecía haber tenido consigo mismo.

Daniel pausó el video y se quedó mirando su propio rostro congelado en la pantalla. Algo adentro de él decía que ya no estaba lidiando con un simple fenómeno paranormal, ni con un intruso que pudiera denunciar. Aquello era más íntimo. Como si una parte de él mismo, desprendida, estuviera visitándolo por las noches con algún propósito que aún no alcanzaba a comprender.

Intentó convencerse de que era algún tipo de truco, un fallo del sistema, imágenes superpuestas. Pero ninguna explicación técnica podía ignorar el murmullo sincronizado, la frase “No entiendes aún”, el movimiento preciso de su copia. Durante el día, empezó a tener lapsos en blanco: momentos en los que perdía la noción de lo que estaba haciendo por unos segundos.

Una tarde, al salir del baño, encontró la cámara de la sala apuntando en otra dirección. Él no la había movido. Cuando revisó la grabación, vio algo que le heló la sangre: en uno de esos lapsos en blanco del día anterior, se veía levantarse del sofá, caminar hasta la cámara, girarla hacia la pared y decir: “No debería seguir grabando.” Luego, regresar, como si nada.

Empezó a desconfiar de sí mismo. ¿Y si la figura nocturna no era un “otro”, sino él, actuando sin recordar? ¿Y si su vida estaba llenándose de huecos, de acciones que no controlaba? Volvió a revisar las grabaciones de la noche anterior. En una de las cámaras del pasillo, captó algo aún más inquietante: su “otro yo” saliendo de la habitación y deteniéndose frente a la puerta de entrada.

La versión duplicada se quedó inmóvil, con la mano en la manija, dudando. Luego se giró hacia la cámara, como si supiera exactamente dónde estaba, y sus labios formaron una frase clara, aunque el micrófono no la recogió con nitidez. Daniel la leyó, sin necesidad de sonido: “Tú decides.” Después de eso, la figura se desvaneció entre dos cuadros, como si la pared lo hubiera absorbido.

Esa noche, Daniel no encendió las cámaras. El miedo ya no era solo a ver algo más aterrador, sino a descubrir hasta qué punto él mismo era parte del problema. Se acostó vestido, con la luz encendida, sosteniendo el celular en la mano. Aun así, el sueño lo venció, profundo, pesado, como si alguien hubiera apagado un interruptor en su mente.

Despertó sobresaltado a las 3:13. La luz estaba apagada. El celular no estaba en su mano, sino en la mesa. La cámara que había desenchufado la tarde anterior ahora parpadeaba con el piloto encendido. Alguien la había conectado mientras dormía. El pánico lo paralizó. Ni siquiera se atrevió a moverse. Sabía que la única manera de saber qué pasaba era revisar, otra vez, lo grabado.

Con los dedos entumecidos, abrió la aplicación y rebobinó hasta la medianoche. Se vio entrar a la habitación, acostarse, apagar la luz. Dos horas después, se vio a sí mismo levantarse, encender la cámara, volver a la cama y, antes de recostarse, mirar directo al lente y decir, ahora sí en un susurro claro: “Mañana entenderás por qué tienes que irte.”

La versión nocturna de sí mismo se acomodó en la cama en la misma postura en la que él había despertado. Daniel se miró, sintiéndose observado por su propio reflejo desde dos tiempos distintos. Avanzó el video. A las 3:10, la cámara del pasillo se activó. Su copia, o lo que fuera, estaba de pie frente a la puerta de entrada, con una maleta en la mano.

—Ya no es seguro —murmuraba esa versión de él, aunque no había nadie más escuchando.
Dejó la maleta cerca de la puerta y caminó hacia la cámara, una vez más. Esta vez, el rostro no se distorsionó. Se veía agotado, con ojeras profundas, pero sus ojos eran los mismos. Miró fijamente al lente y dijo:
—Si ves esto, no te quedes. No te quedes. No te quedes.

Daniel paró el video. Una parte de él quería ignorarlo, aferrarse a la idea de que todo era producto de estrés extremo, de un desorden del sueño, de alucinaciones. Pero había una realidad innegable: alguien, ya fuera él o su réplica, había preparado una maleta junto a la puerta. Se levantó de golpe, fue al recibidor… y allí estaba.

La maleta, real, llena de ropa, documentos, dinero en efectivo que él no recordaba haber sacado del cajero. Todo ordenado con precisión. Sobre la cremallera, una nota escrita con su letra: “No habrá cuarta noche.”

Sintió que el suelo se le movía bajo los pies.

Una mezcla de instinto y terror lo empujó a actuar. Tomó la maleta, la nota, las llaves. Miró alrededor por última vez. La casa que había considerado su refugio ahora era un escenario contaminado. No sabía si lo acechaba algo externo, una versión adelantada de sí mismo, una fragmentación de su mente… o algo peor.

Lo único que sabía era que todas las “versiones” de él, pasadas o futuras, parecían estar de acuerdo en una cosa: tenía que irse. Cruzó la puerta sin apagar las luces, sin mirar atrás, sintiendo la presión de una mirada invisible en su nuca hasta que llegó al auto. Solo cuando estuvo en la carretera, respiró por primera vez con algo de amplitud.

Conducía sin destino, con la maleta en el asiento de al lado y la nota arrugada en la mano. En algún momento, al parar en un semáforo, abrió la aplicación de las cámaras una vez más, impulsado por algo entre la curiosidad y el masoquismo. Vio la transmisión en directo de su habitación vacía. O al menos, eso esperaba.

La cama estaba desordenada. La puerta, abierta. Y en medio de la habitación, justo frente a la cámara, su “otro yo” miraba directamente al lente. Pero esta vez no estaba en la casa… y, sin embargo, se veía allí, presente, completo. La figura levantó la mano, como despidiéndose, y sus labios formaron una sola palabra que Daniel ahora sí pudo leer con claridad: “Gracias.”

La señal se cortó. Pantalla negra. Intentó reconectar, pero todas las cámaras aparecían “sin conexión”. Como si, al irse él, todo el sistema hubiera perdido sentido. O como si aquello que habitaba la casa ya no necesitara ser grabado. Guardó el teléfono en el bolsillo, con las manos temblando, y siguió conduciendo hacia ninguna parte.

Nunca regresó a vivir allí. Volvió meses después, solo para entregar las llaves a un agente inmobiliario y vaciar lo poco que quedaba. No pasó de la puerta. No quiso mirar hacia el interior. Algo en él sabía que ese lugar le pertenecía a otra versión de sí mismo, una que se había quedado atrapada en noches repetidas.

Con los años, dejó de buscar explicaciones. No habló del tema más que una vez, con un terapeuta que escuchó en silencio, consciente de que no todas las historias están hechas para ser desmontadas con diagnósticos. Aprendió a aceptar que, en algún punto, había sido salvado por una parte de sí mismo que conocía un final que él no quería alcanzar.

Él instaló cámaras en su casa, pero lo que grabaron mientras dormía lo obligó a huir. Nunca supo si huyó de un intruso, de un espectro, de su propia locura… o de un destino ya vivido por otra versión de él. Lo único seguro es que, desde entonces, jamás volvió a querer ver qué ocurre mientras duerme.

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