Él recibió un reloj antiguo que marcaba solo la hora de su muerte. El día que llegó el paquete, no esperaba nada. Ningún pedido pendiente, ningún regalo anunciado. Solo encontró una caja pequeña, envuelta en papel marrón, con su nombre escrito a mano. Sin remitente, sin sello visible. Pensó que sería un error, una entrega equivocada, hasta que vio la caligrafía: era igual a la suya.
Dentro había un reloj de bolsillo, pesado, de metal opaco, con marcas del tiempo en cada borde. No traía cadena, solo un leve olor a madera vieja y humedad. En la tapa, grabadas con trazo firme, unas iniciales que lo hicieron tragar saliva: A. R. Exactamente las suyas: Andrés Rivas.
Lo abrió. Las agujas no giraban como en un reloj normal. Los números estaban cambiados: solo mostraba horas del uno al doce, pero todas estaban borrosas excepto una. La aguja pequeña y la grande apuntaban fijas a una sola hora: 9:47. No minutos, no segundos. Solo ese instante marcado a fuego.
Andrés intentó darle cuerda, pensando que quizá estaba detenido. El mecanismo respondió, se escuchó el clásico tic tac interno… pero las agujas siguieron inmóviles en las 9:47. Miró el reloj de pared. Eran las 6:12 de la tarde. Sonrió nervioso. “Juguete viejo”, murmuró, intentando quitarle importancia al peso extraño que sentía en el pecho.
Dentro de la tapa encontró un pequeño papel doblado. Lo desplegó con cuidado. Había una frase breve, escrita con una caligrafía muy similar a la suya, aunque más firme, más cansada: “Cuando marque tu hora, lo vas a entender.” No había firma. No había instrucciones. Solo esa advertencia que sonaba más a sentencia que a mensaje.
Esa noche dejó el reloj sobre la mesa de luz, intentando convencerse de que no significaba nada. Pero el sueño no llegó fácil. Cada vez que cerraba los ojos, veía las agujas clavadas en las 9:47. Se levantó dos veces a comprobar que el reloj de pared no marcara esa hora. Sentía que algo se acercaba, invisible, puntual.
Los días pasaron y Andrés siguió con su rutina, llevando el reloj en el bolsillo casi sin querer. Le gustaba sentir su peso, como si un ancla lo mantuviera atado a algo más grande que él mismo. A veces lo abría, solo para comprobar que seguía igual. 9:47. Imperturbable. Como si el tiempo, en ese objeto, se negara a obedecer.
Una tarde, en la oficina, el reloj comenzó a emitir un sonido distinto. No era el tic tac normal, era un latido. No rápido, sino profundo, espaciado. Nadie más parecía escucharlo. Andrés se llevó la mano al bolsillo, sintiendo el metal calentar ligeramente su piel. Lo abrió debajo del escritorio y vio algo nuevo: el vidrio del reloj parecía empañado por dentro.
Levantó la vista hacia la ventana. El cielo, que había estado despejado, se había cubierto de nubes espesas. Algo en su estómago se contrajo. Miró el reloj de computadora: 9:32 p.m. Había trabajado más de lo que creía. Un miedo sin nombre comenzó a formarse en su mente. “No seas ridículo”, se dijo, pero guardó sus cosas a toda prisa.
Mientras conducía de regreso a casa, el reloj vibraba en su bolsillo con pequeños espasmos, como si tuviera vida propia. Cada vibración coincidía con un salto en su pecho. Miró el tablero del auto: 9:41. Faltaban seis minutos para la hora marcada. La carretera estaba casi vacía. Aceleró sin saber si huía o corría hacia algo inevitable.
En un semáforo, se detuvo. Miró el reloj del coche: 9:44. Sus manos sudaban. Sacó el reloj de bolsillo. Las agujas seguían quietas en 9:47, pero ahora el fondo de la esfera mostraba algo que antes no había visto: una silueta borrosa, como una sombra de pie frente a una luz distante. Parpadeó. La sombra se hizo más nítida. Era él.
El semáforo cambió a verde. Andrés no se movió. El claxon del coche detrás lo sacó de su trance. Avanzó con el corazón desbocado. Cada segundo pesaba. 9:45. 9:46. Podía sentir cómo el aire se hacía más denso, cómo la noche parecía cerrar sus manos alrededor de la ciudad. Quiso tirar el reloj por la ventana, pero no pudo. Algo lo retenía.
En una esquina, un auto salió sin mirar. Él frenó de golpe. El otro vehículo pasó rozando su defensa. Un milímetro más… y todo habría acabado allí. Algunos insultos volaron por el aire. Andrés se quedó jadeando, mirando fijamente el reloj digital: 9:47. Miró entonces el reloj antiguo. Para su sorpresa, las agujas habían comenzado a moverse por primera vez.
Pasaron de 9:47 a 9:48. El tic tac volvió a ser normal. La esfera ya no mostraba su silueta. Era, al fin, un reloj cualquiera. Andrés se quedó quieto, confundido, con una mezcla de alivio y vértigo. “¿Era eso? ¿Era ese el momento?” Se dio cuenta de que, si el semáforo hubiera cambiado dos segundos antes, el choque habría sido inevitable.
Llegó a casa más tarde de lo normal, con las piernas todavía temblando. Puso el reloj sobre la mesa y se quedó mirándolo como si fuera un animal dormido. Luego abrió un cajón, sacó una vieja caja de fotos y encontró la que buscaba: su abuelo, joven, sosteniendo el mismo reloj en la mano. Detrás, una fecha escrita: 1965.
Recordó de golpe una historia que su familia repetía en las reuniones, siempre a medias. Su abuelo había sobrevivido a un accidente en la fábrica donde trabajaba porque, según decía, “el reloj me avisó”. Todos lo tomaban como locura de hombre mayor. Pero ahora, con la adrenalina aún en la sangre, Andrés no tuvo tanta facilidad para llamarlo delirio.
Esa noche soñó con él. Su abuelo, sentado en la mesa de la cocina, tomaba café y jugaba con el reloj entre los dedos.
—Te asustó, ¿verdad? —decía con media sonrisa.
—¿Qué es este reloj? —preguntaba Andrés en el sueño.
—No marca el tiempo que pasa. Marca los momentos en que pudo no haber más tiempo.
Despertó sudando, con esa frase clavada en la cabeza. Revisó el reloj antiguo. Ahora marcaba la hora actual con calma absoluta, sincronizado con el reloj de pared. Como si, habiendo cumplido su “aviso”, hubiera decidido mezclarse nuevamente con el tiempo normal. Andrés se preguntó cuántas “9:47” más le esperaban en la vida, cuántas esquinas, cuántos segundos decisivos pasaban inadvertidos.
Los días siguientes vivió con una lucidez distinta. Conducía más despacio. Escuchaba más a la gente. Llamó a su padre, con quien casi no hablaba, solo para preguntar cómo estaba. Volvió a pasar por la fábrica donde su abuelo trabajó décadas atrás, ahora convertida en un almacén abandonado. Se quedó afuera, sosteniendo el reloj, sintiendo que una línea invisible unía los destinos de ambos.
Un sábado por la tarde, mientras caminaba por el centro, el reloj volvió a cambiar. Las agujas comenzaron a girar solas, sin obedecer hora alguna. Se detuvieron otra vez en 9:47. Pero ahora el fondo no mostraba una silueta ni una sombra. Mostraba una imagen más clara: él mismo, sentado en un hospital, con la mirada perdida.
Andrés sintió un escalofrío.
—¿Otra vez? —murmuró.
Miró la hora en su teléfono: 5:23 p.m. Faltaba mucho para las 9:47… en teoría. Pero el reloj antiguo, con su lógica extraña, no parecía obedecer las reglas que él conocía. Esa noche, en lugar de salir como tenía planeado, se quedó en casa, inquieto, esperando un peligro que no sabía de dónde vendría.
A las 9:30, su hermana lo llamó.
—Papá no se siente bien, estoy con él en urgencias.
El corazón le dio un vuelco.
—Voy para allá.
Tomó las llaves, el reloj y salió disparado. Llegó quince minutos después, corriendo por los pasillos blancos. Cuando entró a la sala, vio exactamente la escena del reloj: él sentado en una silla, mirando a su padre en la camilla.
Miró el reloj de pared del hospital: 9:47.
Miró el reloj antiguo: también.
Su padre respiraba con dificultad. El médico le explicó el cuadro en palabras técnicas. Había riesgo, pero estaban a tiempo. Andrés tomó la mano de su padre y, mientras la apretaba, sintió algo diferente: el reloj en su bolsillo ya no vibraba de miedo. Era como si estuviera tranquilo, como si en ese “momento límite” no hubiera solo amenaza, sino oportunidad.
Su padre salió adelante. No fue fácil, pero se recuperó. Durante esos días, mientras dormía en una silla dura del hospital, Andrés comprendió algo: el reloj no marcaba solo la hora de su muerte física, sino la hora de sus muertes simbólicas. Los instantes en que podía perderlo todo: la vida, un vínculo, una parte de sí que no regresaría.
Años después, cuando ya era él quien tenía el pelo ligeramente encanecido y un hijo que corría por la casa, el reloj volvió a cambiar. Una tarde cualquiera, las agujas se detuvieron de nuevo en 9:47, pero esta vez el fondo se quedó oscuro. Sin siluetas. Sin escenas. Solo un fondo negro profundo. Andrés sonrió con una serenidad nueva.
—Está bien —susurró mirando el reloj—. Cuando llegue esa hora definitiva, espero haber aprendido a no desperdiciar las otras.
Lo guardó en el cajón, no por miedo, sino por respeto. Ya no lo veía como una amenaza, sino como un recordatorio de que ningún día está garantizado, y de que algunas horas pesan más que otras.
El reloj, según los demás, marcaba solo la hora de su muerte. Para Andrés, con el tiempo, se convirtió en algo más importante: el mapa silencioso de todos los segundos en los que pudo haberse ido… y no se fue. Las veces que el destino abrió una puerta hacia el final, y la vida, por alguna razón, decidió posponerlo.
Al final, comprendió que no se trataba de saber cuándo moriría, sino de entender en qué momentos había estado realmente vivo. Porque hay relojes que miden minutos, y otros que miden decisiones. Y a veces, la verdadera hora de la muerte no es cuando el corazón se detiene, sino cuando dejamos de elegir la vida mientras aún late.











