Ella encontró una maldición escrita bajo el piso de su cocina. El sonido hueco llegó durante una madrugada fría, cuando la casa entera parecía respirar con ella. Clara caminó descalza hacia la cocina sentados los pensamientos que la mantenían despierta. El crujido no fue casual; resonó como un llamado antiguo bajo las tablas. Se detuvo. La sensación de estar siendo observada desde el suelo le recorrió la columna como un escalofrío imposible.
Intentó ignorarlo al principio, culpando al frío o a la humedad de octubre. Pero cada noche, al pasar por la cocina, el mismo punto del piso emitía un sonido profundo, como si la madera escondiera algo que intentaba respirar. La casa era vieja, sí, pero ese crujido tenía intención. Y ella sabía que las intenciones rara vez son buenas.
La curiosidad terminó revenciéndole el sueño. Una tarde, movió la mesa, separó las sillas y marcó con tiza el lugar exacto donde se escuchaba el sonido. Golpeó con los nudillos y el eco le respondió desde abajo, más fuerte, más hueco, como si hubiese un espacio oculto. Clara sintió que la cocina se volvía más fría. Algo estaba debajo.
Buscó herramientas. No sabía exactamente qué estaba haciendo, pero su cuerpo las movía como si llevara años preparándose para ese momento. Insertó la punta de una espátula entre las tablas. La madera cedió con facilidad inquietante, como si hubiera esperado ser abierta. Bajo la primera tabla encontró una segunda capa, y después una tercera.
Cuando retiró lo suficiente, vio un hueco rectangular cubierto por una placa delgada, de madera mucho más antigua que la casa. El aire que salió de allí olía a tierra húmeda, a metal oxidado y a algo más… algo que no debería tener olor. Algo parecido a un recuerdo podrido. Clara sintió náuseas antes de animarse a retirar la placa por completo.
Bajo aquel panel, halló un compartimento. No era profundo, tal vez veinte centímetros. Pero lo que había dentro era suficiente para helar cualquier corazón. Sobre la tierra oscura había un paño envuelto en cordel. Al tocarlo, notó que todavía estaba húmedo. La humedad no venía de agua, sino de algo más denso, más pesado. Clara casi lo soltó del susto.
Aun así, lo abrió. Dentro había un trozo de cuero, tallado a mano, con símbolos que nunca había visto. Espirales, líneas, cruces irregulares, y al centro, una frase escrita con tinta que parecía sangre seca: “LA QUE HABITE ESTA CASA PERDERÁ LO QUE AMA.” Clara sintió que el aire se detenía. No era una advertencia: era una sentencia.
Retrocedió, tropezó con la mesa y cayó de rodillas. Los latidos en sus oídos eran tan fuertes que apenas escuchó el golpe de la madera al cerrarse sola. El compartimento volvió a quedar oculto bajo la tabla suelta. Clara tardó minutos en recuperar el aliento. Aquello no podía estar ahí sin motivo. Alguien lo escribió. Alguien lo enterró. Alguien quiso que nadie lo encontrara.
Esa noche no durmió. Cada vez que cerraba los ojos, la frase se repetía como un eco pegajoso. “Perderá lo que ama.” Se preguntó si la casa había estado esperando a que ella descubriera el mensaje. O peor aún: si la maldición comenzaba a cumplirse desde el exacto momento en que ella leyó esas palabras. El reloj marcó las tres de la madrugada.
A las tres y cinco, escuchó algo romperse en la cocina. Corrió aterrada, imaginando al intruso, pero no encontró a nadie. Solo el portarretrato de su esposo y su hijo, caído de la repisa. El cristal estaba hecho añicos. Clara tembló al recogerlo. No era un accidente. La repisa estaba firme. Lo que fuera que movió ese retrato quería su atención.
El gato de Clara, Millo, apareció en la puerta de la cocina con el lomo erizado y la cola inflada. Miraba hacia el suelo, exactamente hacia la tabla que ella había levantado. Emitió un gruñido bajo, uno que Clara jamás le había escuchado. Los animales siempre sienten lo que los humanos intentan negar. Esa noche, la cocina dejó de ser un lugar seguro.
Al amanecer tomó una decisión. No permitiría que una frase antigua controlara su vida. Levantaría nuevamente la tabla, tomaría el pedazo de cuero y lo quemaría. Los objetos malditos pierden poder cuando se destruyen, o eso había escuchado alguna vez. Pero cuando entró a la cocina, se detuvo al ver algo que no estaba allí la noche anterior.
Sobre el piso, justo encima del compartimento, había un manojo de plumas negras atadas con una cuerda. No había forma de que hubieran aparecido solas. Clara sintió cómo su piel se erizaba completa. Se agachó con cuidado, intentando no tocarlo, pero al acercarse notó que las plumas estaban cubiertas con un líquido oscuro y espeso. Sangre seca.
No pudo evitar gritar cuando la tabla del piso bajo sus pies vibró. Sacudió el cuerpo como si tuviera vida propia, como si algo debajo intentara salir. Saltó hacia atrás, respirando con dificultad. El piso volvió a quedar quieto. Millo salió corriendo de la cocina y desapareció por el pasillo. Clara supo que no debía seguir sola con eso.
Corrió hacia el teléfono y llamó a su hermana, contándole solo lo justo para no sonar delirante. Le pidió que fuera a su casa, que necesitaba ayuda. Su hermana aceptó, pero su tono indicó preocupación. Mientras esperaba, Clara revisó nuevamente el paño donde había encontrado la maldición. Esta vez sintió un temblor extraño en las manos, como si algo la empujara a no abrirlo otra vez.
El sonido regresó. Un golpecito suave, como nudillos desde abajo. Era imposible. Nadie podía estar bajo las tablas. La casa no tenía sótano. Pero ahí estaba: toc, toc, toc. Clara retrocedió hasta la pared más cercana. Sus ojos no se despegaban del piso, esperando que algo emergiera de la oscuridad. El golpecito se detuvo. Luego vino un segundo sonido: un susurro.
No era viento. No era tubería. Era una voz. Una voz ronca, apagada, que parecía hablar desde la tierra. “No debiste leerlo”, dijo. Clara sintió que sus rodillas se debilitaban. El aire se volvió más frío que antes. Una lágrima le corrió por la mejilla sin que se diera cuenta. Volvió a escuchar la voz. Esta vez más clara. “Ahora te tocará a ti cumplirlo.”
La puerta principal se abrió de golpe. Clara dio un brinco, pero era su hermana, entrando sin esperar respuesta. Venía preocupada al ver el estado de Clara. El llanto, la piel pálida, las manos temblorosas. Clara se lanzó a sus brazos. Le contó todo con la voz entrecortada. Su hermana la miró sin creerlo del todo, pero tampoco la juzgó.
—Muéstrame —pidió su hermana, decidida.
Caminaron hacia la cocina. Clara señaló la tabla suelta. Su hermana la levantó, esperando encontrar un animal, un agujero, cualquier cosa que hiciera la historia menos aterradora. Pero el hueco estaba ahí. El paño también. Y la frase escrita seguía tan oscura como la noche anterior. Su hermana sintió un escalofrío que no pudo esconder.
—Esto no parece una broma —susurró.
Clara negó con la cabeza. Sus ojos estaban fijos en la tierra del fondo del compartimento. Algo parecía diferente. Removió un poco con la mano. Entonces lo vio: una pequeña marca, como una huella estampada en la tierra. No era de animal. No era humana. Era demasiado angosta y demasiado larga, como una mano deformada.
Ambas retrocedieron. El hueco olía ahora más fuerte, como si la tierra estuviera fermentando algo. Clara sintió que aquella presencia sabía que ya eran dos en la cocina. Que no quería testigos. El susurro regresó, más débil, como si estuviera enojado. “No la traigas”, dijo. Su hermana lo escuchó también. Empalideció. No podían negarlo. Algo estaba vivo debajo.
La casa entera comenzó a crujir. Las ventanas vibraron aunque no había viento. Los platos tintinearon. Clara sintió que la cocina respiraba. O peor aún: que algo dentro del piso respiraba con dificultad, como una criatura que llevaba demasiado tiempo encerrada. Su hermana la tomó del brazo. —Tenemos que salir de aquí —dijo con voz temblorosa.
Pero antes de que pudieran moverse, la tabla del piso cayó sola dentro del hueco, como si alguien la hubiera jalado desde abajo. El golpe resonó como un latido. Clara gritó. Su hermana la jaló hacia la puerta. Ambas corrieron fuera de la casa sin mirar atrás. El aire exterior era cálido comparado con el hielo que dejó la cocina.
Una vez afuera, ambas respiraron con dificultad. Clara notó que sus manos estaban manchadas de tierra negra. Su hermana también. Ninguna había tocado la tierra. Esa tierra había tocado sus manos. Clara sintió que esa marca era una advertencia. No era la maldición. Era el primer aviso de que ya había comenzado a cumplirse.
Desde la ventana, la cocina seguía iluminada, aunque ellas no habían dejado ninguna luz encendida. La sombra de alguien —o de algo— se movió detrás del vidrio. No tenía forma humana. Clara sujetó la mano de su hermana, temblando.
No estaban solas.
Y lo que fuera que había bajo el piso… no estaba dispuesto a dejarla ir. La calle estaba silenciosa, pero no con el silencio normal del amanecer. Era un silencio pesado, extraño, como si la casa hubiera exhalado algo que permanecía en el aire. Clara y su hermana avanzaron hacia el auto, sin quitar la vista de las ventanas iluminadas. La cocina parecía observarlas. No había duda: aquella casa tenía algo despierto adentro.
Al llegar al coche, Clara intentó abrir la puerta, pero sus manos temblaban tanto que apenas podía insertar la llave. Su hermana tomó el control, pero también estaba alterada. El motor tardó más de lo habitual en encender, como si el auto mismo dudara en alejarlas. Cuando finalmente arrancaron, Clara sintió un tirón en el pecho, como si dejara algo inconcluso.
Durante el trayecto, ninguna habló. El silencio entre ellas era espeso, como si las palabras no alcanzaran para describir lo que habían visto. Clara observó su reflejo en la ventana. Sus ojos se veían más hundidos, casi ajenos. Cuando bajó la mirada, encontró tierra oscura bajo sus uñas. Por más que las restregó, la tierra parecía adherida a su piel.
Llegaron a casa de su hermana, un lugar cálido con olor a café y luz natural. Pero ni siquiera allí Clara se sintió a salvo. Mientras su hermana preparaba té, Clara sintió un crujido en el piso del pasillo. El mismo sonido hueco de la cocina. Se paralizó. Miró al gato, que gruñó sin motivo aparente. Lo imposible se estaba acercando.
Su hermana regresó con las tazas. Clara intentó explicarle lo que sintió, pero no la dejó hablar. —Necesitas descansar —insistió—. Todo esto puede ser estrés acumulado.
Clara no respondió. Sabía que no era estrés. Desde que abrió ese compartimento, algo se había liberado. Algo que no estaba confinado a la casa. Algo que la seguía a cualquier lugar donde fuera.
Intentó dormir en el sofá, pero cada vez que cerraba los ojos veía la frase grabada en el cuero. “PERDERÁ LO QUE AMA.” La repitió mentalmente hasta sentir náuseas. Recordó la voz bajo el suelo, el golpe, la tabla moviéndose sola. No era sugestión. Algo consciente la había escuchado. Algo consciente le había hablado. Y ahora no había distancia suficiente.
Su teléfono vibró en la mesa. Era su esposo, aún de viaje, preguntando si todo estaba bien. Clara dudó en responder. No sabía si contarle la verdad o protegerlo. Él insistió, enviando una foto de su sonrisa cansada. Entonces la pantalla se congeló. La imagen se distorsionó. Y durante un segundo, vio un rostro detrás de él: pálido, alargado, enterrado.
El teléfono volvió a la normalidad. Clara dejó caer el celular al suelo. Sus manos temblaban sin control. ¿Estaba la maldición extendiéndose hacia quienes amaba? ¿O era una advertencia? Su hermana corrió al verla así, pero Clara apenas podía hablar. —Lo vi… detrás de él… —susurró. Su hermana intentó calmarla, pero al mirarla, también empalideció. Algo en la casa había cambiado de temperatura.
Decidieron revisar la grabación del teléfono, pero el video no aparecía. La imagen había desaparecido como si nunca hubiera existido. Su hermana intentó buscar alguna explicación tecnológica, pero Clara sabía que eso no tenía nada que ver con fallas. Era el inicio de un aviso. Un recordatorio de que la maldición no tenía límites físicos. Que podía alcanzarlos a todos.
A mitad de la tarde, un olor extraño inundó la sala. Olía a tierra mojada, metal y algo dulce, un olor que no pertenecía a ninguna casa normal. Clara se levantó y siguió el rastro. El olor provenía de la pared del pasillo. Al acercarse, vio pequeñas grietas oscuras extendiéndose como venas. Su corazón latió más rápido. El piso no estaba allí. El piso la seguía.
Su hermana le pidió que se alejara, pero Clara tocó la pared impulsivamente. Al hacerlo, sintió como si un latido respondiera del otro lado. Un golpe suave, como el mismo que escuchó bajo la cocina. Retiró la mano de inmediato. La pared dejó una marca oscura en su piel. Clara entendió: esa entidad no estaba atrapada al hueco. Estaba atada a ella.
Decidieron irse de la casa y caminar a un lugar público. Clara pensó que entre gente tal vez se sentiría segura. Pero en la calle, los postes de luz parpadearon a su paso. Los perros ladraban sin razón, retrocediendo. Un niño pequeño la miró fijamente, luego comenzó a llorar. Clara sintió que su sombra era diferente. Más larga. Más pesada.
Entraron a una cafetería. Había ruido, voces, normalidad. Pero Clara seguía sintiendo algo detrás. Como un susurro en la nuca. Como dedos invisibles intentando tocar su cuello. Su hermana le apretó la mano, animándola a respirar profundo. Clara cerró los ojos. Pero al abrirlos, vio algo imposible: el reflejo en la ventana mostraba a Clara… pero con los ojos completamente negros.
El reflejo parpadeó y volvió a la normalidad. Su hermana no vio nada. Clara decidió que debía regresar a la casa. No podía huir eternamente. Aquello era suyo, la buscaba a ella. Y si no enfrentaba la maldición, terminaría perdiendo a quienes amaba. Su hermana protestó, pero Clara ya estaba decidida. El miedo no la salvaría. La ignorancia tampoco.
Regresaron justo cuando el sol empezaba a caer. La casa parecía más oscura que antes, casi absorbía la luz del exterior. Las ventanas tenían un brillo opaco, como si hubieran envejecido. Al acercarse, Clara sintió un zumbido en los oídos, como una advertencia. Pero también sintió que la casa la llamaba. No la rechazaba. La estaba esperando.
Abrieron la puerta lentamente. El olor a tierra era más fuerte ahora, mezclado con un olor nuevo: humedad antigua, como de cueva cerrada. La cocina estaba en penumbra. La tabla suelta seguía abierta. El paño estaba en el mismo lugar. Pero ahora había algo más: marcas de arañazos alrededor del hueco, como si algo hubiera intentado salir con desesperación.
Clara se acercó guiada por un impulso extraño. La maldición no era solo un mensaje: era un trato. Un acuerdo antiguo, roto, que ahora reclamaba cumplimiento. Se arrodilló frente al hueco. Su hermana gritó su nombre, pero ya era tarde. Clara escuchó nuevamente la voz. Más clara. Más viva. “Has vuelto”, dijo. “Ahora entenderás lo que debes entregar.”
La tierra se movió. No como un temblor: como si alguien empujara desde abajo. Clara retrocedió, pero ya era demasiado tarde. La voz habló de nuevo, con un tono más profundo. “Me prometieron un sacrificio. No lo cumplieron. Alguien debe pagar la deuda.” Clara sintió que la cocina se oscurecía más, como si las sombras crecieran hacia ella.
Su hermana la tomó del brazo para sacarla, pero la puerta se cerró sola con un golpe brutal. Quedaron atrapadas. La luz parpadeó. La voz dijo: “Ya perdiste cosas antes, Clara. Lo sabes. Estás marcada.” Clara recordó algo. Un accidente. Una pérdida olvidada. No era la primera vez que la maldición intentaba tocarla. Y tal vez nunca había terminado.
El hueco empezó a ensancharse. La madera crujió como si se quebrara desde adentro. La tierra se abrió más. Un olor más fuerte, más fétido, llenó el aire. No era solo un espíritu. No era solo una maldición escrita. Era algo enterrado allí desde hacía décadas, hambriento. Algo que por fin había encontrado a quien debía reclamar.
Desde la oscuridad emergió una mano. Negra, alargada, húmeda como si hubiera sido moldeada por barro. No buscaba salir del todo. Solo buscaba tocar. Clara retrocedió gritando. La mano la señaló. Luego señaló a su hermana. La voz dijo: “Una de ustedes. Una. Elige.” La cocina tembló. El techo crujió. Las luces explotaron una por una.
Clara sintió que estaba viviendo su peor pesadilla. No podía permitir que su hermana pagara por algo que ella había desenterrado. Dio un paso adelante. La mano la siguió con el dedo. Su hermana gritó que se detuviera. Clara la empujó hacia atrás. —Yo la abrí —dijo—. Yo la desperté. La deuda es conmigo. La oscuridad pareció aceptar la respuesta.
El piso comenzó a abrirse más, tragándose los bordes. La voz dijo: “Entonces baja.”
Clara sintió el impulso de saltar, pero su hermana la sujetó con fuerza.
—No lo hagas —suplicó—. No sabemos qué es.
Clara la miró con lágrimas. Sabían que la maldición no aceptaría a otra persona. Esa cosa quería lo que se le había prometido originalmente.
La mano comenzó a tirar del aire, como si la gravedad cambiara. Clara sintió que sus pies se deslizaron hacia el hueco. Su hermana la abrazó, intentando sostenerla. Pero la fuerza que la jalaba era imposible de detener. La voz habló por última vez.
“No puedes huir de lo que te pertenece.”
Y el piso cedió bajo ellas. El piso se abrió como una boca oscura tragando luz, calor y aire. Clara sintió que su cuerpo descendía sin caer realmente, como si una fuerza invisible la envolviera, sosteniéndola entre dos mundos. Su hermana gritaba su nombre desde arriba, estirando la mano hacia ella, pero la distancia crecía sin que los metros existieran realmente. Era una caída sin fondo.
De pronto, el descenso terminó. Clara no tocó tierra; simplemente apareció en un espacio insondable, una cámara subterránea de paredes húmedas cubiertas de símbolos idénticos a los del cuero maldito. La oscuridad parecía moverse suavemente, respirando a través de las paredes. El aire era espeso, casi sólido. Podía sentir la presencia esperándola, no frente a ella, sino alrededor.
Un susurro serpenteó por la cámara. “Has llegado.” La voz ya no estaba apagada ni distorsionada. Ahora era clara, profunda, cercana. Clara sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Buscó un punto de referencia, alguna salida, pero solo vio sombras que cambiaban de forma cada vez que intentaba enfocarlas. Aquello no tenía un cuerpo. Era la oscuridad misma.
La voz habló de nuevo, ahora resonando desde múltiples direcciones. “Hace años, uno de los tuyos prometió un sacrificio. Rompió el pacto. Me encerró aquí, esperando que el olvido me consumiera. Pero la deuda viaja por la sangre. Siempre encuentra a quien debe completar el círculo.” Clara sintió que el aire se volvía más frío. —¿Quién? —preguntó temblando.
La sombra se movió lentamente, como una marea negra. “Tu abuela.” Clara sintió que el corazón se le detenía. Recordó historias inconclusas, frases que de niña escuchaba en susurros, noches donde las luces fallaban en casa sin explicación. “Ella me invocó”, continuó la voz. “Me prometió algo a cambio de que tú sobrevivieras aquella noche.” Clara cayó de rodillas, comprendiendo demasiado tarde.
Recordó el accidente que casi la mata cuando tenía seis años. Recordó despertar en el hospital sin entender por qué estaba viva. Recordó que nadie mencionó nunca cómo fue que la encontraron a tiempo. Ahora todo encajaba en una forma horrenda. Su vida había sido salvada… a cambio de una promesa que nunca se cumplió. Y ahora, treinta años después, había llegado la factura.
La oscuridad avanzó hacia ella como un oleaje inmenso. Clara sintió el impulso de correr, pero sus piernas no respondían. “No quiero morir”, murmuró. La sombra se detuvo. “No quiero tu muerte”, dijo la voz. “Quiero lo que se me negó.” Clara tragó saliva. —¿Qué es eso? ¿Qué quieres? —preguntó con un hilo de voz. La respuesta la heló completamente.
“Quiero tu miedo.”
Clara no lo entendió al principio. Pero la sombra continuó: “Quiero alimentarme de él. Quiero vivir en él. Quiero que seas mi puerta, mi puente hacia aquello que me pertenece.” Clara sintió que la oscuridad rozaba su piel, envolviendo su cuello como una mano fría. La entidad no necesitaba matarla; necesitaba atraparla emocionalmente, quebrarla desde adentro.
Un ruido arriba la hizo reaccionar. Su hermana golpeaba el piso de la cocina, gritando su nombre. Esa voz humana rompió la hipnosis por instantes. “Ella también teme por ti”, dijo la entidad con un tono casi divertido. “Y su miedo también me pertenece. Ella no debía estar aquí. Pero tú la trajiste. Ahora ambas son parte de mi deuda.”
Clara sintió una oleada de rabia. No permitiría que su hermana pagara por un pacto que no le correspondía. Con una fuerza que no sabía que poseía, se puso de pie. “No tendrás nada de ella”, dijo con firmeza temblorosa. La sombra se agitó como ofendida. “La deuda no se negocia.” Clara respiró hondo. “Entonces tómalo solo de mí.” Hubo un silencio profundo.
La cámara vibró. La tierra tembló bajo sus pies. La entidad habló con una voz grave que hizo retumbar el pecho de Clara. “¿Qué estás ofreciendo?” Ella cerró los ojos. Lo sabía. Era la única forma. “Mi miedo”, dijo. “Todo. Llévatelo. Pero déjala a ella. Y déjame vivir sin cargarlo nunca más.” La sombra la envolvió como un abrazo helado.
De pronto, Clara sintió cómo todas sus emociones más profundas —temores, recuerdos traumáticos, angustias antiguas— se desprendían de su cuerpo como humo absorbido por un vacío. Fue doloroso, como si algo arrancara raíces de su alma. Gritó. No por dolor físico, sino por la sensación de volverse hueca. La entidad se alimentaba con desespero, como si llevara décadas esperando.
Cuando la oscuridad terminó, Clara cayó al suelo agotada. Sentía una extraña ligereza, casi antinatural. El miedo había desaparecido de una manera absoluta y peligrosa. Ya no temía a la entidad. Ya no temía a nada. La voz habló por última vez. “La deuda está saldada. Camina sin miedo. Pero recuerda… lo que no temes, tampoco puedes ver venir.” Y la cámara colapsó en sombras.
Clara despertó en la cocina. Su hermana la sostenía, llorando, temblando. La tabla del piso estaba intacta, sin hueco, sin marcas, sin paño ni maldición visible. Como si nunca hubiera existido. Como si nada hubiera ocurrido. Pero Clara sabía que sí. Se incorporó. Su hermana retrocedió, asustada por la expresión completamente serena de su rostro.
La casa estaba silenciosa. Clara caminó hasta la ventana. Afuera, el mundo parecía igual, pero para ella nada lo era. No sentía miedo. No sentía ansiedad. Ni siquiera sentía la inquietud normal ante lo desconocido. Su hermana preguntó qué había pasado abajo. Clara solo dijo: “Ya no tengo miedo. Lo entregué.” Su hermana palideció, comprendiendo demasiado.
Esa noche, Clara salió sola a la calle. El aire frío no la afectaba. Caminó sin prisa, sin sobresaltos, sin alertas. Pero algo la seguía, no como amenaza, sino como sombra adherida. La entidad no podía ya alimentarse de ella, pero tampoco podía alejarse por completo. Clara lo sabía. Había quedado marcada como su puerta, aunque no estuviera abierta.
Al volver a casa, su hermana dormía en el sofá, exhausta. Clara la cubrió con una manta, reconociendo la ironía: ella, incapaz de sentir miedo, ahora debía proteger a quienes sí podían. Miró hacia la cocina. El piso estaba intacto, pero sus ojos veían líneas débiles, como cicatrices. Sabía que debajo de esa madera no había ya una cámara, pero sí un eco.
Durante la madrugada, Clara escuchó un susurro. No venía del suelo. Venía de dentro de ella. “Gracias”, dijo la voz, esta vez suave, satisfecha. Clara no se estremeció. No podía. Pero sí sintió algo parecido a un vacío que crecería con el tiempo. Una vida sin miedo no era una vida segura. Era una vida expuesta.
Los días siguientes fueron extraños. Clara ya no reaccionaba al peligro. Cruzaba la calle sin mirar. Tocaba objetos calientes sin pensarlo. Su hermana se desesperaba. —No puedes vivir así —decía—, el miedo te mantiene viva.
Clara lo entendía racionalmente, no emocionalmente. Su instinto había sido arrancado. Era como un animal sin reflejo. La entidad había tomado más de lo que ella imaginaba.
Una tarde, su esposo regresó del viaje. Clara lo recibió con una sonrisa tranquila. Él la abrazó, feliz, pero en seguida notó algo distinto en su mirada. —¿Estás bien? —preguntó. Clara asintió. No podía explicarle algo tan oscuro sin que él pensara que estaba perdiendo la razón. Y además… ¿cómo explicarle que ya no temía perderlo?
Pasaron semanas. Clara vivía como un cuerpo sin alarma. No sufría pesadillas. No sufría ataques de pánico. Pero tampoco sabía cuándo debía protegerse. Cada vez que el mundo esperaba una reacción de susto o alerta, ella se quedaba quieta, observando. Como si algo la hubiera convertido en una espectadora del peligro, no en una sobreviviente del mismo.
Una noche, sola en la cocina, Clara escuchó el crujido familiar. Pero esta vez no provenía del piso. Sino de la pared. Un sonido lento, insistente, como uñas arañando desde el otro lado. Clara se acercó sin prisa. Apoyó la mano. Sintió un latido. No era suyo. Era de la entidad, despierta, hambrienta de nuevo.
Pero esta vez… no buscaba su miedo.
La voz apareció dentro de su mente. “Ahora que no temes… puedo entrar.”
Clara cerró los ojos. Comprendió al fin lo que había tradeado. Había salvado a su hermana. Había saldado la deuda. Pero en el proceso, había dejado su alma abierta como una casa sin puertas. La oscuridad quería habitarla. No para aterrorizarla… sino para vivir a través de ella.
La pared se abrió ligeramente, como la primera tabla que retiró aquella noche. Clara no retrocedió. No podía temer. Esa era su condena. La sombra comenzó a deslizarse desde la grieta, tomando forma humana, imitando su silueta con precisión inquietante. Clara la observó sin pestañear. Sabía que esa era la última etapa.
La entidad habló con un tono casi cariñoso.
“Ahora compartiremos la misma forma.”
Clara no lloró. No gritó. No corrió. Su hermana dormía. Su esposo leería en la sala. Nadie escucharía nada.
Porque el miedo es un grito interno…
y Clara ya no lo tenía.
Cuando la sombra la abrazó desde atrás, fusionándose lentamente con su cuerpo, Clara sintió solo un frío profundo, casi hermoso. No era tortura. Era transformación. La última frase de la entidad resonó mientras la oscuridad se acomodaba dentro de sus huesos:
“Lo que se entrega… ya no regresa.”
Al amanecer, Clara salió de la cocina con una sonrisa calmada. Su esposo aún no se había levantado. Su hermana seguía dormida en el sillón. Todo parecía normal. Excepto por sus ojos: ahora tenían un brillo oscuro, profundo, como si reflejaran un cuarto subterráneo sin luz.
Cuando pasó por la cocina antes de abrir la ventana, murmuró algo mirando al piso:
“Estoy aquí. Y no temo.”
La entidad respondió desde dentro:
“Y por eso… ahora vivimos.”











