Ella entró a su casa y vio a su esposo… pero él estaba trabajando fuera del país

Ella entró a su casa y vio a su esposo… pero él estaba trabajando fuera del país

Cuando Martina abrió la puerta de su casa aquella noche, lo último que esperaba era escuchar pasos en el pasillo. La casa debía estar vacía. Su esposo, David, llevaba tres semanas trabajando en otro país, y no regresaría hasta dentro de diez días. Pero alguien caminaba dentro… con su mismo ritmo.

El aire estaba frío, más frío que al salir. Algo en el ambiente no encajaba. Dejando las llaves sobre la mesa, avanzó lentamente. Su respiración temblaba, pero no por miedo… sino porque la voz que escuchó después era imposible.

—Marti… ¿eres tú?

Era la voz de David. Exacta. Cálida. Con esa forma particular de pronunciar su nombre.
Martina sintió que las piernas le fallaban. Esa voz no podía estar allí. No esa noche.

—¿David? —susurró, como si temiera despertar de un sueño o caer en una pesadilla.

Entonces, él apareció en el marco de la puerta: su silueta, su ropa, su sonrisa cansada.
David. Tal cual lo recordaba.
Pero no podía ser él.

Martina retrocedió un paso. Él avanzó uno.
El corazón le golpeaba tan fuerte que apenas escuchó lo que él decía:

—Ta había extrañado… No sabes lo difícil que ha sido esta semana.

Ella lo miró fijamente. Era su voz, su rostro, sus gestos… pero había algo que no era igual.
Los ojos.
Los ojos no tenían la misma calidez.
Eran fríos. Inmóviles. Como si los imitara, sin sentirlos.

Martina tragó saliva y abrió su teléfono. Tenía un mensaje de David enviado cinco minutos antes:

“Llegué al hotel. Te llamo ahora. Te amo.”

Sentía la sangre helarse en sus venas. Levantó la mirada. Él seguía allí.
Sonriendo con la sonrisa que siempre le había encantado… pero que ahora le provocaba terror.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Martina con la voz quebrada.

Él inclinó la cabeza, confundido.

—¿Cómo que qué hago aquí? Amor, esta es mi casa.

Se acercó aún más, extendiendo una mano.
Martina retrocedió.

—No eres David —susurró ella.

La expresión de él cambió por completo.
La sonrisa desapareció.
Los ojos se oscurecieron.
Y una voz más profunda, más ronca, respondió:

—Aún no te acostumbras…

Martina corrió hacia la puerta, pero la sombra del hombre se movió más rápido, bloqueándola.
Ahora no parecía humano.
Era David… y no era.
Una copia imperfecta.
Un reflejo inhabitable.

Martina tembló.
Él dio un paso, luego otro… cada vez más distorsionado.

Entonces sonó el teléfono.

Era David.
El verdadero.

El hombre que tenía enfrente giró la cabeza hacia el sonido, como un animal que escucha algo prohibido. Martina aprovechó el instante: tomó el teléfono, contestó y gritó:

—¡David, hay alguien aquí! ¡Alguien igual a ti!

Del otro lado, silencio. Luego, la respiración agitada de su esposo.

—Martina, sal de la casa —dijo, con una firmeza que nunca había escuchado—. Ahora mismo. No mires atrás.

El impostor dio un grito gutural y se lanzó hacia ella. Martina abrió la puerta y salió corriendo, sintiendo sus pasos detrás, hasta que un vecino salió al escuchar los gritos y el ser retrocedió, desapareciendo en la casa como si se deshiciera en sombras.

La policía llegó minutos después, pero no encontraron nada. Ni huellas. Ni señales de entrada. Ni rastros de alguien.
La casa estaba vacía.
Demasiado vacía.

Esa noche, Martina durmió en casa de su hermana. David tomó el primer vuelo de regreso, sin importarle el trabajo.

Cuando volvió, la encontró temblando, repitiendo lo mismo:
“Era tu cara… pero no eras tú.”

David la abrazó fuerte.
—No sé qué viste, pero estoy aquí —susurró.

Pero mientras la consolaba, pensó en algo que nunca le contó.

Esa misma noche, mientras él estaba en el hotel, también vio algo.
En el reflejo del espejo del baño…
una figura idéntica a él
lo observaba desde atrás.

Y sonreía.

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