Ella oyó pasos en su casa vacía, y lo que encontró en el ático la dejó paralizada.

Ella oyó pasos en su casa vacía, y lo que encontró en el ático la dejó paralizada. La primera vez pensó que era la madera. Vieja casa, viejos ruidos. Pero habían pasado solo tres semanas desde que se mudó, y esos pasos no sonaban como crujidos al azar. Eran lentos, medidos. Siempre sobre su cabeza, justo cuando el reloj del comedor marcaba las 11:11 de la noche.

Paula vivía sola desde hacía años. Había comprado aquella casa antigua a las afueras buscando silencio y espacio para escribir. Silencio, eso creía. Pero a la tercera noche, cuando las pisadas comenzaron de nuevo, comprendió que aquello no era imaginación. Paso, pausa. Paso, pausa. Como si alguien caminara descalzo sobre el techo de su habitación.

Subió el volumen de la televisión para ahogar el sonido. No funcionó. Las pisadas se hicieron más claras, más presentes. A veces se detenían justo encima de ella, como si “algo” escuchara su respiración. Una noche se armó de valor, apagó todo y dijo en voz alta:
—Esta casa es mía.
Los pasos se detuvieron. El silencio fue peor.

Al día siguiente, decidió revisar habitación por habitación. Nada. Puertas cerradas, ventanas aseguradas. Hasta que vio la cuerda del ático, colgando desde el techo del pasillo, como una invitación que siempre había ignorado. Nunca la había tirado. Nunca había querido saber qué guardaba allí arriba. Esa tarde, sin embargo, el miedo y la curiosidad pesaban igual.

Tiró de la cuerda. La escalera plegable bajó con un quejido largo, como si despertara después de años. Un olor a polvo, madera y algo antiguo descendió con ella. Tomó una linterna, tragó saliva y subió peldaño a peldaño, sintiendo que dejaba atrás el mundo conocido. Arriba, la oscuridad parecía tener forma.

El ático era más grande de lo que imaginaba. Cajas, muebles cubiertos con sábanas, un viejo baúl. Nada fuera de lo normal. Hasta que la linterna iluminó algo en el suelo: huellas. Pequeñas, como de niño, marcadas en el polvo. Iban desde la trampilla hasta el rincón más alejado, donde una vieja mecedora descansaba mirando hacia la ventana cerrada.

Sobre la mecedora había un pequeño cuaderno rojo, abierto, como si alguien lo hubiera dejado a medio leer. Paula se acercó con la linterna temblando en su mano. En la pared, justo encima de la mecedora, alguien había clavado una foto antigua: una familia en blanco y negro frente a la misma casa. Abajo, escrito a mano: “Verano de 1993”.

En la foto había un matrimonio, una niña de unos ocho años y… un niño pequeño, descalzo, sonriendo con una expresión tímida. Paula sintió un escalofrío. Sus ojos bajaron al cuaderno. Las primeras páginas estaban llenas de dibujos torpes: la casa, un árbol, un perro, una figura sentada en la mecedora. En la página siguiente, con letra infantil, leyó: “No quiero quedarme solo arriba”.

Pasó más hojas. Las frases se volvían más inquietas: “Mamá ya no sube”, “Papá se fue de noche”, “Ella no me escucha cuando lloro”. Y luego, una mancha oscura tapaba casi la mitad de una página, como si alguien hubiera apretado el lápiz hasta romperlo. Bajo la mancha, apenas visible: “Si alguien viene, que me encuentre”.

Detrás de ella, la mecedora crujió suavemente. Paula se quedó helada. No había viento, la ventana estaba cerrada, pero la madera se movió, lenta, como si alguien se hubiera levantado hace un segundo. Sintió una corriente fría rozarle la nuca, tan real que tuvo que girarse. No había nadie. Solo la mecedora, ahora levemente desplazada hacia el centro del cuarto.

El corazón le golpeaba el pecho.
—No quiero hacerte daño —susurró, sin saber a quién hablaba exactamente—. Solo quiero entender.
En ese instante, algo cayó al suelo junto a sus pies. Una llave pequeña, oxidada. No estaba allí antes. Paula la recogió. En el cuaderno, una esquina doblada le llamó la atención. Abrió en esa página: “La llave abre mi caja del secreto. Mamá no la encontró.”

Con la linterna, recorrió el ático hasta ver una caja de madera bajo un mueble. Encajaba con el tamaño de la llave. Se arrodilló, la abrió con cuidado. Dentro había solo dos cosas: un zapato pequeño, desparejado, y un recorte de periódico amarillento. Lo desdobló. Titular: “Niño de seis años cae por las escaleras del ático. Fallece en el hospital”. Fecha: otoño de 1993.

Paula sintió que el mundo se inclinaba. Volvió a leer la noticia. La casa era la misma. El apellido, el mismo que aparecía en la foto de familia. El niño de la imagen… ese niño que había dibujado la mecedora, la casa, su miedo. El que no quería quedarse solo arriba. Se llevó la mano a la boca y dejó escapar un sollozo ahogado.

En ese momento, las pisadas volvieron. No abajo, no en la planta baja: allí mismo, a su alrededor. Pequeñas, ligeras, acercándose por detrás. Paula cerró los ojos, paralizada. Sintió como si algo se detuviera justo a su lado. No era frío esta vez. Era una presencia… esperando. Sin abrir los ojos, dijo:
—Te encontré. Ya no estás solo.

Las pisadas cesaron. La mecedora dejó de moverse. El aire se volvió más ligero, como si la casa hubiera contenido el aliento durante años y, por fin, lo soltara. Paula abrió los ojos despacio. El cuaderno seguía en sus manos, la caja abierta, la foto en la pared. Pero algo había cambiado: el silencio ya no pesaba igual.

Esa noche, por primera vez desde que llegó, no hubo pasos a las 11:11. Paula bajó del ático con el cuaderno en brazos. Lo colocó en una repisa de la sala, junto a una vela encendida.
—Aquí también es tu casa —murmuró—. No hace falta que sigas subiendo solo.
Y aunque se sentía rara hablando sola, en el fondo sabía que alguien la estaba escuchando.

Con el tiempo, investigó más. Supo que la familia se había mudado después del accidente, incapaz de soportar el recuerdo. El niño, Mateo, había muerto dos días después de la caída. Nunca habían tenido más hijos. El ático quedó cerrado durante décadas, con su cuaderno, sus dibujos y sus pasos detenidos en un tiempo que no supo avanzar.

Paula, escritora por vocación, comenzó a llenar su casa de vida: amigos, visitas, risas, música suave. Cada vez que alguien se sentaba bajo la lámpara del salón y miraba el cuaderno rojo, sentía un pellizco extraño en el corazón. Algunos decían:
—Parece que este lugar abraza.
Ella sonreía, mirando hacia el techo.
—Es que aquí… ya nadie está solo.

Nunca contó a muchos lo que vivió exactamente en el ático aquella primera noche. Algunas cosas sabe que se vuelven más reales cuando se las pronuncia demasiado. Prefirió guardarlo como un pacto silencioso entre ella y esos pasos pequeños que, durante años, buscaron ser escuchados.

A veces, todavía hoy, cuando el reloj marca las 11:11, Paula mira hacia arriba. Ya no por miedo, sino por costumbre. Y aunque no escucha nada, jura que, en el crujido suave de la madera, hay una especie de agradecimiento. Como si la casa, el niño y sus recuerdos hubieran encontrado finalmente descanso.

Porque hay presencias que no buscan asustar, sino ser encontradas.

Y a veces, aquello que más miedo nos da —subir al ático, mirar hacia dentro, abrir cajas viejas— es precisamente lo que nos permite liberar historias atrapadas y darles un lugar digno en nuestra memoria.

Compartir en redes sociales:

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio