“Ella soñó un accidente y al despertar vio la noticia con los mismos detalles.”
Laura no pudo dormir después de oír aquella frase susurrada en su propia casa:
—Aún no ha pasado.
Era la misma voz de la mujer del sueño.
La misma que la miraba desde el auto destrozado.
La misma que parecía conocerla mejor que ella misma.
El reloj roto del pasillo continuó marcando tic tacs suaves, como si alguien invisible hubiera decidido devolverle la vida. Laura retrocedió hasta tocar la pared. El aire se volvió pesado, frío, espeso.
—¿Quién eres…? —susurró.
Pero no hubo respuesta.
Hasta que el silencio empezó a dibujar una sombra en el reflejo del vidrio. Una figura femenina, de cabello castaño, vestido azul… y un rostro lleno de un dolor antiguo. El mismo rostro del sueño.
Laura cerró los ojos. Los abrió. La sombra seguía ahí.
Entonces, la mujer habló:
—No vine por mí. Vine por ti.
Laura sintió la garganta cerrarse.
—¿Por mí? ¿Por qué?
La figura se acercó hasta quedar a centímetros del vidrio.
—Porque lo que viste no era un accidente pasado… sino el tuyo.
—¿El mío?
—Sí. Y aún estás a tiempo de cambiarlo.
Laura negó.
—Los sueños no predicen el futuro.
La mujer sonrió con tristeza.
—No eran sueños. Eran avisos.
El corazón de Laura empezó a latir desordenado.
Las imágenes regresaron a su mente:
El auto negro.
El frenazo.
La mirada.
La hora exacta.
11:07.
—¿Cuándo ocurrirá? —preguntó Laura, temblando.
La mujer levantó su mano y señaló el reloj.
El segundero estaba por llegar al número siete.
—Cuando la aguja toque ese punto… tu destino comenzará.
Laura corrió hacia la puerta.
Tenía que salir. Tenía que huir.
Pero justo cuando tocó el picaporte, el mundo pareció romperse en un estallido de luz.
Se encontró de pie en la carretera del sueño.
Oscura. Vacía.
El viento helado le cortaba la piel.
—No… no puede estar pasando —susurró.
Un sonido familiar se acercó: el motor de un auto.
Laura dio un paso atrás.
El auto apareció entre la niebla.
El mismo modelo.
La misma velocidad peligrosa.
Y entonces vio algo que no había visto en los sueños:
Ella estaba en medio del camino.
Y también estaba dentro del auto.
Dos versiones de sí misma enfrentadas por el destino.
La mujer del vestido azul salió de la oscuridad y tomó su mano.
—No soy otra persona, Laura —dijo suavemente—.
Soy la versión de ti que murió en este accidente hace seis años.
Laura sintió que todo el aire se escapaba de su cuerpo.
—Pero… yo estoy viva.
—Porque se te dio una segunda oportunidad —respondió su reflejo—.
Pero el destino siempre intenta cerrarse.
El auto seguía avanzando.
Rápido.
Sin frenos.
—¿Qué hago? —preguntó Laura desesperada.
—Elige —dijo su otra yo—.
Huir… o enfrentarlo.
Cambiarlo… o repetirlo.
Laura cerró los ojos.
Recordó cada sueño.
Cada aviso.
Cada detalle que el universo le había dado.
Y cuando los abrió, dio el paso que nunca se había atrevido a dar en su accidente original:
Se quitó del camino.
El auto pasó a unos centímetros, derrapó… y siguió recto hacia la barrera de contención, evitando la tragedia.
El destino, finalmente, había sido reescrito.
La otra Laura sonrió, iluminada por una paz suave.
—Gracias por salvarnos.
Y desapareció como niebla bajo el amanecer.
Laura cayó de rodillas, llorando.
No de miedo.
De alivio.
Esa mañana, cuando regresó a casa, el reloj del pasillo volvió a detenerse.
Tic.
Tac.
Silencio.
No volvió a moverse jamás.
Y Laura entendió que los sueños no siempre vienen a atormentarnos…
a veces vienen a darnos una segunda oportunidad.











