La policía descubrió que la casa estaba construida sobre una habitación sellada.

La policía descubrió que la casa estaba construida sobre una habitación sellada. El agente me llamó mientras estaba en la notaría, con el bolígrafo en la mano y la garganta seca.
—Señora Álvarez, tendría que venir a la propiedad —dijo—. Hemos encontrado algo… bajo la estructura.

“Algo”. Esa palabra siempre significa todo.


Cuando llegué, la casa estaba rodeada de cintas amarillas y curiosos. Verla así me dolió más de lo que pensé: vieja, con la pintura descascarada, las ventanas sucias, pero aún con esa forma de encogerse hacia dentro, como si supiera guardar secretos.

La había odiado casi toda mi vida. Y sin embargo, se sentía como una parte de mí.

Un agente joven me detuvo en la entrada.
—Solo personal autorizado, lo siento.
—Soy la propietaria —dije, enseñando el DNI con dedos temblorosos—. Usted me llamó. Soy Ana.

Pidió confirmación por radio, luego me dejó pasar.


Dentro olía a polvo removido y a algo más… algo húmedo, antiguo. El salón estaba casi vacío: solo quedaba el sofá hundido de mi madre y una mesa coja en un rincón. Había marcas de yeso en el suelo, como si hubieran levantado parte del pavimento.

El inspector principal, un hombre de cabello entrecano y expresión cansada, se acercó.

—Señora Álvarez —asintió—. Gracias por venir tan pronto. Soy el inspector Robles.

Asentí sin levantar la vista del suelo.

—¿Qué pasa? ¿Un problema con la estructura? Ya me dijeron que la casa era vieja…

Él suspiró, se apartó para que viera.


En medio del salón, donde antes estuvo la alfombra que mi madre nunca dejaba que pisáramos descalzos, había un boquete rectangular. A un costado, el trozo de suelo retirado, con vigas de madera viejas. Debajo, una negra oquedad.

—La cuadrilla que vino a revisar las vigas notó un hueco extraño —explicó Robles—. No coincidía con los planos. Rompieron el suelo y encontraron… esto.

Se inclinó junto al borde. Un foco iluminaba una escalera corta de cemento que descendía hacia una puerta metálica, como de almacén. La pintura estaba desconchada, pero entera. No había pestillo por fuera.

—Es una habitación subterránea —continuó—. Sellada.

La piel se me erizó.


—Aquí no hay sótano —dije—. Mi padre siempre decía que la casa no tenía sótano.

—En los planos oficiales, no —confirmó Robles—. En los permisos de obra tampoco. Alguien la añadió, sin registrarla. O alguien la ocultó después.

Me miró con cuidado, como si buscara algo en mi rostro.

—¿Sus padres construyeron esta casa?

—La compraron hace más de treinta años —contesté—. Yo era un bebé.

Mis recuerdos de la casa empezaban cuando ya estaba igual que ahora: mismo salón, misma alfombra, mismo silencio.

Nunca nadie había hablado de una habitación bajo nuestros pies.


Bajamos juntos.

El cemento de los peldaños estaba agrietado, pero firme. Cada paso resonaba demasiado fuerte. Sentía que el eco iba a despertar algo que dormía allí desde hacía décadas. El aire se volvía más frío a cada escalón.

La puerta era más gruesa de lo que parecía desde arriba. Tenía una cerradura vieja, oxidada, pero sin signos de haber sido forzada.

—La encontramos cerrada —dijo Robles—. Nadie tenía llave. Vamos a abrirla ahora mismo. Pero antes… necesito que entienda algo.

Tragué saliva.

—¿Qué?

—Hay posibilidades de que esto se convierta en una investigación criminal. Y usted es la persona con más relación con esta casa. No como sospechosa, de momento —aclaró al ver mi cara—, pero sí como pieza clave.

Abrumada, asentí.


Un técnico colocó una palanca, otro sostuvo la puerta. El metal se quejó. El sonido, grave, me atravesó. Era como si la casa gimiera.

Cuando finalmente cedió, una bocanada de aire frío nos golpeó la cara. No olía a cadáver, pensé con un alivio que me dio vergüenza sentir. Olía a humedad encerrada, a polvo viejo, a años de nada.

El foco iluminó el interior.

Era una habitación pequeña: paredes de cemento sin pintar, techo bajo. No había ventanas. Solo una bombilla colgando de un cable, amarilla y muda. Un colchón en el suelo, una silla, una mesa diminuta. Una muñeca rota en un rincón.

Y cadenas. Amarradas a la pared.


Mi estómago dio una vuelta.
—Dios mío…

Las cadenas estaban oxidadas, pero aún firmemente empotradas en el cemento. Había un trozo de tela aún aferrado a una de ellas. Algo rosado, descolorido.

—No toque nada —advirtió Robles, aunque ni se me ocurría acercarme—. La unidad de criminalística está tomando fotos.

Me llevé una mano a la boca. La muñeca, sucia, con un ojo menos, parecía mirar hacia la puerta. En la pared, justo encima del colchón, algo rayado con uñas o con algún objeto.

Me acerqué lo justo para leer.

“Ana”.

Mi nombre.


Las letras estaban desiguales, raspadas una y otra vez hasta perforar un poco el cemento. Como si a quien las trazó le temblara la mano, o no supiera escribir del todo.

El corazón me retumbaba.
—Eso… debe ser otra Ana —balbuceé.

Robles me miraba, atento.

—¿Cuántos años tiene usted, señora Álvarez?

—Treinta y tres.

—Esta habitación tiene, como mínimo, veinte años —dijo el técnico detrás de él—. El tipo de cemento, la oxidación… Podría incluso tener más.

Me sudaban las manos.

Seguí escaneando la pared. Debajo de “Ana” había otras marcas. Pequeñas líneas verticales, agrupadas de cinco en cinco, como cuentas de días.

Miles.


—¿Hay… restos humanos? —susurré.

Robles negó.

—Hemos revisado a simple vista. No hay huesos, ni manchas evidentes de sangre. Pero tarda tiempo hacer un análisis completo. De momento solo podemos decir que alguien estuvo aquí. Mucho tiempo.

Señaló las marcas.

—¿Tiene hermanos? ¿Alguien más que pudiera haber usado su nombre?

Negué despacio.

—Soy hija única.

La frase se me clavó en la lengua. La había repetido toda la vida. Sonaba rara allí, en ese cuarto enterrado.

Una memoria fugaz me cruzó: una voz pequeña, riéndose, unas trenzas.

Parpadeé. Se desvaneció.


Los días siguientes fueron una mezcla de interrogatorios y silencios.

Me sentaron en la comisaría muchas veces. Siempre la misma mesa, el mismo grabador encendido.

—Cuéntenos su infancia en la casa —pedía Robles—. Cualquier cosa. Discusiones, ruidos extraños, zonas donde no pudiera entrar…

Yo cerraba los ojos, tratando de forzar a mis recuerdos a cooperar.

—Mi padre era estricto —decía—. No le gustaba que hiciéramos ruido. Mi madre se pasaba el día limpiando. La televisión siempre baja. A veces… —buscaba entre sombras—. A veces escuchaba golpes. Pero pensé que eran las tuberías. Era una casa vieja.

—¿Golpes de qué tipo?

—Como… como si arrastraran muebles. Como si alguien moviera algo pesado. Por la noche.

Robles tomaba notas, mirándome con ojos que parecían ver más de lo que yo decía.


Una noche, después de otro interrogatorio, volví a la casa. No debía estar allí; estaba precintada, pero me dieron permiso bajo supervisión para recoger algunas pertenencias.

Entré al salón vaciado, miré el agujero en el suelo, la puerta abierta.

No pude evitar bajar de nuevo.

La habitación sellada estaba ahora llena de cintas numeradas, marcas fluorescentes en el suelo, pequeños banderines donde habían encontrado fibras, cabellos, restos de algo que el tiempo casi borró.

Me senté en el escalón superior y me quedé mirando la mesa.

Sobre ella, los peritos habían dejado alineados algunos objetos: un vaso de plástico duro, un pequeño cuaderno con la tapa mohosa, un lápiz diminuto.

Y la muñeca.


No sé cuánto tiempo estuve allí, pero en algún momento empecé a escuchar un sonido leve, rítmico. Como un golpecito en la pared, muy suave.

Mi razón dijo “goteo”. Mi cuerpo, en cambio, se tensó como si reconociera una canción antigua.

Bajé un escalón más, conteniendo la respiración.

El golpeo continuaba. Tres toques, pausa. Tres toques, pausa. El mismo patrón que yo hacía de niña en la pared cuando quería que mi madre viniera a mi cuarto sin llamarla a gritos.

Me quedé helada.

—¿Hola? —susurré, odiando lo ridículo que sonaba.

El silencio se tragó mi voz.


—Ana.

La voz no vino de la habitación. Vino de dentro de mi cabeza, de un recoveco que creía sellado.

Cerré los ojos, y, sin quererlo, vi la casa como era antes: paredes con papel pintado, el sofá viejo pero entero, mi padre joven, mi madre con el pelo más largo.

Y yo, pequeña, corriendo por el pasillo.

No estaba sola.

Una niña más pequeña corría detrás de mí, riendo. Llevaba un vestido rosa y el pelo recogido en dos trenzas mal hechas.
—¡Espera, Ana! —gritaba—. ¡No me dejes atrás!

Abrí los ojos bruscamente.

La habitación sellada seguía allí. Pero algo había cambiado en mí.

No era hija única.


Temblando, bajé hasta la mesa. El pequeño cuaderno tenía la tapa verde, una pegatina descolorida en forma de estrella. Un técnico lo había envuelto en plástico, pero la primera página se veía.

Líneas de letras torpes, repetidas una y otra vez.

“Ana y Lucía”.

“Ana y Lucía”.

“Ana y Lucía”.

Pasé los dedos, sin tocar el papel, sobre la segunda palabra.

Lucía.

El nombre era un cuchillo envuelto en algodón. Dolía y al mismo tiempo traía un calor pequeño, familiar.

De pronto, la habitación deje de ser una escena del crimen. Era el cuarto de alguien.

De ella.

De mi hermana.


No dormí en toda la noche.

Ropa tirada por el suelo, cajas sin abrir, el eco de un nombre que había estado enterrado bajo capas de silencio y miedo.

Lucía.

¿Por qué nadie me habló de ella? ¿Qué le había pasado? ¿Qué hacía su nombre, y el mío, rayados en la pared de una habitación escondida bajo nuestro salón?

Por la mañana, fui a la residencia donde vivía mi madre.

Desde la muerte de mi padre, ella se había ido apagando poco a poco. La demencia hizo el resto. Tenía días en que no sabía quién era yo. Días en que confundía épocas, personas, lugares.

Yo había aprendido a no hacer preguntas difíciles.

Ese día, rompí mi propia regla.


Estaba sentada en un sillón junto a la ventana, mirando los árboles del jardín como si le contaran algo. Tenía una manta sobre las rodillas y las manos arrugadas entrelazadas sobre ella.

—Hola, mamá —dije, acercándome—. Soy Ana.

Sus ojos tardaron unos segundos en enfocarme.

—Ana —repitió, sonriendo—. Has venido. Qué bonita estás.

Le besé la frente, que olía a crema barata y a hospital.

—Necesito preguntarte algo —dije, sentándome frente a ella.

—¿Sobre la casa? —preguntó, inesperadamente lúcida.

Me sorprendió.

—Sí. Sobre la casa. Han encontrado… una habitación abajo. Sellada.

Sus dedos se crisparon en la manta.


—No la abran —susurró, con una súplica que nunca le había escuchado—. Por favor, Ana. Déjenla cerrada. Ya pasó. Ya pasó todo.

Me incliné hacia ella.

—Mamá —dije, con la voz quebrada—. ¿Quién es Lucía?

Fue como si una piedra cayera en un lago congelado. Vi cómo sus ojos se llenaban de algo antiguo, más viejo que la demencia, más pesado que el olvido.

—Lucía… —repitió, como probando el nombre en la lengua después de años—. Mi niña.

Me miró con súbita rabia.

—¿Quién te habló de ella?

—Su nombre está en la pared de la habitación —dije—. En un cuaderno. Y en mi cabeza, ahora.

Ella rompió a llorar.


—Te lo quitamos —sollozó—. Te quitamos su nombre, sus recuerdos. Pensamos que era lo mejor. ¡Yo creí que era lo mejor!

Le tomé las manos.

—Mamá, dime qué pasó.

Cerró los ojos y respiró hondo, como quien se prepara para meterse bajo el agua helada.

—Tu padre la hizo construir —susurró—. Esa habitación. Dijo que era por seguridad. Que el barrio era peligroso, que necesitábamos un lugar donde resguardarnos si entraban ladrones, si pasaba algo.

Se rió sin humor.

—Yo le creí. Siempre le creí.

Un escalofrío me recorrió la espalda.


—Al principio era solo un sótano —continuó—. Una habitación fría donde guardábamos cosas. El vino, algunas cajas. Luego… empezó a cambiar. Tu padre… —le tembló la comisura de la boca— tenía… problemas. Se enfadaba. Estaba nervioso, siempre. Te gritaba si dejabas un juguete en el suelo, si hacías ruido.

Lo recordaba. Los ojos de mi padre, tensos, ese “¡Ana!” como una amenaza constante.

—Un día —prosiguió—, hubo un accidente. Rompiste algo de su trabajo. No fue grave, pero para él lo fue todo. Bajo a Lucía al sótano para que “aprendiera a comportarse”. Solo una hora, me dijo.

Lágrimas gruesas le caían por las mejillas.


—Yo… no hice nada —confesó, casi sin voz—. Tenía miedo de él. Pensé que de verdad sería una hora. Que así se le quitaba la manía de hacer ruido, de corretear. Ya sabes cómo era ella. Tan… viva.

Un nudo enorme se formó en mi garganta.

—¿Qué pasó después? —pregunté, aunque una parte de mí no quería saber.

—La hora se convirtió en dos, luego en tres. Empezó a usar esa habitación cada vez que “se portaba mal”. A ti nunca te bajó. Eras “la grande”, la responsable. Lucía… Lucía era “la escandalosa”.

Se tapó la cara con las manos.

—Yo la escuchaba llorar a través del suelo, Ana. Y no hice nada.


El mundo se inclinaba a mi alrededor.

—¿Cuánto tiempo la tuvo ahí? —susurré.

Mamá se encogió.

—No siempre. A veces pasaba días sin bajarla. Pero luego… luego vino aquella época en que él bebía más, ¿recuerdas? —Yo recordaba olores fuertes, tardes largas, voces altas detrás de puertas cerradas—. Empezó a bajar con más frecuencia. Dejaba la llave colgada en su cinturón.

—¿Y tú? —pregunté, casi con rabia—. ¿Nunca la subiste?

Me miró como si yo la estuviera condenando.

—La subía cuando él se iba al trabajo —dijo—. Le daba de comer, la bañaba, la abrazaba. Te decía que estabas en el colegio, que por eso no jugabais. Luego, antes de que él volviera, tenía que devolverla abajo.

El asco que sentí por mi padre fue tan grande que casi me mareó.


—Y entonces un día… —comenzó, y su voz se rompió— no la subí.

El silencio del jardín se coló por la ventana, pesado.

—Tu padre se fue, como siempre. Yo… yo no pude. Me quedé sentada en el sofá, paralizada. Las horas pasaban. Ella golpeaba el techo, hacía ese ruido… —imita con los nudillos tres golpes, pausa, tres golpes—. Como cuando tú me llamabas.

El corazón me dolió físicamente.

—¿Cuántos días? —pregunté, en un hilo.

Mamá sollozó.

—No lo sé. Perdí la cuenta. Yo… bloqueé el sonido. Subía la televisión. Me ponía música. Me decía que ella… que ella se acostumbraría, que era un castigo, que no la mataría.

Sus manos se apretaron una contra otra.

—Cuando por fin bajé… ya no respondía.


Vomité en el baño de la residencia.

Mis propios recuerdos empezaban a encajar en un puzzle cruel: la época en que no me dejaban jugar en el salón, el extraño silencio pesado, las noches en que yo golpeaba el suelo sin saber por qué, llorando sin comprender el miedo que me subía por la garganta.

Lucía, debajo, golpeando de vuelta.

Y mis padres… viviendo encima.

Volví a la silla, aún temblando.

—¿Qué hicisteis con ella? —pregunté, con la voz hecha trizas.

Mamá cerró los ojos.

—Tu padre dijo que se había ido. Que la había llevado con unos familiares suyos, lejos. Me hizo repetir esa historia una y otra vez. A ti te dijimos que se había ido a vivir con unos tíos. ¿Lo recuerdas?

Sí. Vaguemente. Una vez, le pregunté cuándo volvería. Mi padre me gritó que no hablara más de ella.

—Te llevamos a un psicólogo —continuó—. Dijeron que eras muy pequeña, que olvidarías. Tu padre… —se obligó a seguir— hizo desaparecer todo rastro de ella. Las fotos, los juguetes. Selló la habitación. Tiró la llave. Me prohibió pronunciar su nombre.

Abrió los ojos y me miró.

—Y yo… obedecí. Por miedo, por cobardía. Me convencí de que era mejor así. Que si tú olvidabas, no sufrirías. Me repetía eso como una oración.

Se llevó la mano al corazón.

—Pero yo nunca olvidé. Solo escondí. Dentro de mí, y bajo el suelo.


Salí de la residencia sintiendo que el aire era demasiado fino para mis pulmones.

Lucía.

El nombre ya no era solo un eco. Era un golpe constante, un latido nuevo. Una hermana pequeña a la que había dejado de buscar porque me dijeron que ya no estaba.

La noche en que la policía descubrió la habitación sellada, la ciudad se llenó de titulares: “Hallan cuarto oculto en vivienda familiar”, “Posible caso de secuestro doméstico”.

Yo leía y releía esas palabras y veía otra cosa: una niña haciendo marcas en la pared para contar los días. Escribiendo “Ana y Lucía” para no olvidar que tenía una hermana. Llamando con tres golpes, pausa, tres golpes.

Y nadie respondiendo.


El informe forense llegó semanas después.

Robles me lo explicó con voz moderada, casi respetuosa, sentado frente a mí en la sala fría de la comisaría.

—No hemos encontrado restos óseos —dijo—, ni sangre suficiente para hablar de muerte violenta. Sí hay pruebas de que alguien permaneció allí durante periodos prolongados: restos de cabello, fibras textiles, marcas en las uñas contra el cemento.

Me miró.

—No podemos decir con certeza qué pasó con esa persona. Pero… lo que su madre ha declarado…

Asentí. Había ido a la comisaría por voluntad propia, para contar lo que ella me dijo.

—¿Van a procesarla? —pregunté, con miedo a la respuesta.


Robles suspiró.

—Los hechos ocurrieron hace más de veinte años. Los delitos que podríamos imputar están prescritos. Además, según los informes médicos, su madre no está en condiciones de enfrentar un juicio. Su padre… ya no está.

La rabia me subió como una ola caliente.

—Entonces… ¿no pasará nada? ¿Así, sin más?

Bajó la mirada hacia la carpeta.

—A veces, la ley llega tarde —dijo—. Pero eso no significa que no hagamos nada. El caso quedará registrado. Lucía —pronunció su nombre con cuidado— dejará de ser un fantasma en los papeles. Eso también importa.

Me aferré a esa frase como quien se agarra a una tabla en medio del naufragio.

Porque sabía que, para ella, ser nombrada era un acto de justicia.


Volví a la casa una vez más, cuando la policía terminó su trabajo y me devolvieron las llaves.

El boquete en el suelo seguía ahí. La puerta de la habitación, abierta. Ya no había cintas ni focos. Solo el silencio.

Bajé con una linterna, aunque ya sabía el camino de memoria. Me planté en el centro del cuarto y apagué la luz.

La oscuridad era espesa, casi táctil. Podía imaginarla, pequeña, encogida en el colchón, esperando pasos que nunca llegaban.

Tres golpes, pausa, tres golpes.

Levanté la mano y golpeé la pared con los nudillos.


—Lo siento —susurré—. Lo siento, lo siento, lo siento.

Cada palabra rebotaba en el cemento y volvía a mí.

—No escuché —seguí—. No supe. No quise saber. Te dejé sola aquí. Aunque era una niña, aunque no era mi culpa… hubo una parte de mí que te olvidó para poder seguir.

Me ardían los ojos.

—Pero ya no. Ya no, ¿oyes? —apoyé la frente contra la pared—. Te voy a recordar cada día que me quede. Voy a decir tu nombre en voz alta. Lucía. Lucía. Lucía.

El nombre llenó la habitación vacía. Por un momento, sentí que el aire se volvía menos denso.


Encendí la linterna y miré alrededor.

Las marcas en la pared, las líneas de días, los restos de tela, la muñeca rota. Todo hablaba de una vida que se había reducido a cuatro paredes y a un techo que la separaba de nosotros.

Me acerqué a la mesa. El cuaderno aún estaba allí, ya liberado de su plástico. Robles me lo había entregado, diciendo que, legalmente, era mío. Que ellos tenían copias digitalizadas.

Abrí la primera página.

“Ana y Lucía”, escrito una y otra vez.

En la última, una frase temblorosa, incompleta:

“Cuando sal…”.

Quise creer que la frase terminaba con “ga de aquí”.


Subí, salí al patio.

El cielo estaba nublado. Un viento ligero movía las hojas del árbol que mi padre plantó cuando yo nací. Me pregunté si él pensó alguna vez en plantar otro cuando nació Lucía. O si ya estaba demasiado ocupado construyendo habitaciones secretas.

Me senté en el escalón de la entrada con el cuaderno en mano. Y empecé a escribir.

Al principio, solo frases sueltas: “Lucía corría más rápido que yo”, “Lucía se reía cuando se caía”, “Lucía odiaba la sopa de verduras”. Pequeñas anécdotas que iban saliendo de rincones oscuros de mi memoria.

Luego, sin darme cuenta, estaba escribiendo una carta.

“Querida Lucía…”


Le conté todo.

Que habían pasado muchos años. Que el mundo había seguido sin ella, pero que ahora yo sabía que eso estaba mal. Que mamá lloraba su nombre por fin, que papá no estaba para pedir perdón, pero que sus culpas se notaban en las cosas que dejó hechas a medias.

Le conté que yo también la había olvidado, a medias, y que me dolería eso siempre, pero que iba a cargar con ese dolor como quien lleva una foto en la cartera: no como castigo, sino como recuerdo.

Cuando terminé, las manos me temblaban.

Arranqué la hoja con cuidado, bajé de nuevo a la habitación y la dejé sobre la mesa.

Era lo único que podía ofrecerle: palabras tardías.


La casa se vendió un año después.

El nuevo propietario me preguntó por la “anomalía” bajo el salón.

—Estamos pensando —dijo— en tapiarla del todo. Hacer una losa nueva. Los arquitectos dicen que se puede, que no afecta a la estructura.

Lo miré largo rato.

Por un momento, quise decirle que sí, que la enterrara de nuevo, que la convirtiera en leyenda, en rumor de barrio. Que quizá así yo podría vivir sin ese agujero en mi historia.

Pero luego pensé en ella, contando días, escribiendo nuestro nombre.

—No la selle —dije al fin—. Haga un suelo seguro, claro. Pero deje una trampilla, una puerta. No como cárcel. Como memoria.

Él frunció el ceño, confuso.

—¿Memoria?

—Hay historias que no deben volver a enterrarse —contesté.

No entendió del todo. Pero aceptó.


A veces paso por delante de la casa.

La han pintado de otro color. Han cambiado las ventanas, han hecho un pequeño porche. Los niños de los nuevos dueños juegan en la acera. Sus risas me duelen y me curan al mismo tiempo.

Sé que, bajo ese suelo, hay una habitación vacía que ya no es una tumba, sino un recordatorio.

La policía cerró el caso por falta de pruebas concluyentes. En los documentos, Lucía aparece como “menor desaparecida, presuntamente fallecida”. Una línea fría en un archivo digital.

Pero para mí, su historia no terminó en una línea.

Termina cada noche, cuando apago la luz, pongo la mano en la pared junto a mi cama, y doy tres golpes, pausa, tres golpes.

Y, en el silencio que sigue, juro que escucho unos deditos respondiendo desde muy lejos.


Lo que la policía descubrió aquel día —que la casa estaba construida sobre una habitación sellada— no fue solo una sala secreta.

Fue una verdad que mis padres enterraron bajo cemento y culpa.

Fue el grito mudo de una niña que quiso existir más allá del miedo de los adultos.

Fue, sobre todo, la prueba de que el silencio también puede ser criminal.

Desde entonces, no dejo que nada importante se quede bajo suelo.

Si algo duele, lo nombro.
Si alguien falta, lo recuerdo.
Si un golpe suena bajo mis pies, lo escucho.

Porque ya sé lo que pasa cuando nadie abre la puerta.

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