Un dron captó a una mujer idéntica a ella entrando a su casa. El dron no era mío.
Era de mi vecino, un adolescente obsesionado con grabarlo todo desde el aire. Esa tarde, mientras revisaba las tomas de su nuevo vuelo por el barrio, me llamó a gritos desde la verja.
—¡Señora Clara! Creo que debe ver esto.
Estaba pálido. Eso me inquietó. Nunca lo había visto asustado por nada.
Cuando me acercó la tablet, al principio no entendí qué estaba mirando.
La imagen, captada desde unos quince metros de altura, mostraba la fachada de mi casa. Mi casa, completamente normal, igual que siempre. El dron descendía y enfocaba el jardín, luego la puerta principal.
Y entonces, apareció ella.
Una mujer.
Entrando por la puerta.
Con mi ropa.
Mi pelo.
Mi forma de caminar.
Yo, entrando a mi casa… mientras yo estaba fuera.
Sentí un frío enorme en la columna.
—¿Es un montaje? —pregunté, sin despegar los ojos de la imagen.
—No, señora —dijo él, temblando—. Eso lo grabé hace veinte minutos. Usted estaba aquí, en el jardín podando las plantas. La vi. Yo la saludé.
Era verdad. Había estado allí.
Entonces… ¿quién demonios era la mujer del video?
Devolví la tablet y corrí a mi casa. La puerta estaba cerrada como siempre, sin señales de forzamiento. Puse la llave. La cerradura giró suave.
Dentro, todo parecía normal.
Pero ese “normal” era falso. Igual que cuando entras a una habitación y sabes que alguien ha tocado algo, aunque esté en el mismo sitio.
Llamé:
—¿Hola? ¿Hay alguien?
Mi voz sonó pequeña.
No hubo respuesta.
Hice un recorrido completo: cocina, comedor, baño, dormitorio, estudio. Nada fuera de lugar. Ni un ruido.
Me repetía que quizás la mujer tenía mis rasgos pero no era yo. Que quizá la luz engañaba. Que quizá… que quizá…
Pero cuando llegué al pasillo y vi el espejo, entendí que ya no podía mentirme.
Había una huella de mano.
Una mano pequeña.
Limpia.
Marcada sobre el vidrio… a la misma altura de mi rostro.
Yo no había tocado ese espejo en todo el día.
Y peor aún: la huella estaba tibia.
Llamé a la policía.
Intenté explicar lo del dron, el video, la mujer idéntica. Ellos tomaron el informe, fueron corteses, pero se notaba que pensaban que exageraba.
—Quizá un pariente, una hermana —dijo uno.
—No tengo hermanos.
—Entonces una coincidencia física.
—¿Coincidencia con mi ropa? ¿Con mis llaves entrando a mi casa?
Se quedaron callados.
Uno tomó fotos, otro revisó cerraduras. No había señales de intrusión. No había nada “anormal”.
—Si vuelve a ocurrir, llame otra vez —dijeron.
Y se fueron.
Yo me quedé sola en el pasillo, mirando la huella que se enfriaba lentamente.
Pasaron tres días sin incidentes. Yo intentaba vivir con normalidad, pero cada vez que abría una puerta, esperaba encontrarla allí, esperándome.
El cuarto día, mi vecino volvió a llamar a la verja.
—Señora… volvió a pasar.
El dron había captado a la mujer otra vez. Misma ropa. Misma postura. Misma forma de mover la cabeza. Pero esta vez, venía desde el bosque que quedaba detrás de mi propiedad.
Yo nunca caminaba por allí.
En el video, ella se detenía un segundo, miraba hacia arriba, directamente al dron, y sonreía.
Una sonrisa que yo nunca había visto hacer a mi propia cara.
Luego entraba en mi casa.
Yo estaba en el supermercado cuando eso ocurrió.
Ya no podía engañarme.
Aquella mujer no era una ladrona. Ni una imitadora. Ni una coincidencia.
Era yo.
Pero no era yo.
Llamé a mi mejor amiga, Sol.
—Clara, tienes que revisar cámaras dentro de tu casa —dijo ella—. No puedes depender solo del dron.
Instalamos cámaras en el salón, el pasillo, la cocina. Todo en secreto.
La primera noche no pasó nada.
La segunda, tampoco.
La tercera…
A las 3:14 de la madrugada, mi celular vibró. Notificación de movimiento en la cámara del salón.
Me levanté de un salto, con el corazón golpeándome la garganta.
Reproduje el video.
Al principio, solo la sala vacía. La cortina moviéndose por la ventana entreabierta.
Y luego…
Luego ella salió desde un rincón oscuro, como si hubiera estado de pie en la penumbra durante horas.
Era yo.
Con mi pijama.
Mi gesto cansado.
Pero había algo en la forma como se movía… casi demasiado suave. Demasiado silenciosa. Como un eco perfecto pero sin peso humano.
Y entonces se acercó a la cámara.
Hasta sonar su respiración en el micrófono.
No era la mía.
Sonaba… hueca.
Ella levantó la mano. La puso frente a la lente.
Y dijo, en un susurro:
—No abras la puerta.
La imagen se congeló.
Yo me quedé paralizada.
La puerta de mi casa estaba cerrada.
¿A cuál puerta se refería?
Sol vino al día siguiente.
—Clara, esa no eres tú —dijo, viendo el video—. Algo más está pasando. Puede ser alguien copiando tu identidad, o alguna forma de… no sé, algo psicológico.
—¿Psicológico? —me reí, temblando—. ¿Crees que inventé esa voz? ¿Que me grabé a mí misma y no lo recuerdo?
Sol no supo qué responder.
Acordamos revisar todo el perímetro de la casa. Caminamos por el bosque detrás del terreno, por donde “ella” había llegado en el segundo video. No había huellas. No había nada.
Pero una sensación helada nos seguía.
Cerca del arroyo, Sol se detuvo.
—¿Ves eso?
Sobre la tierra húmeda había un objeto: una pulsera tejida. Una que yo había perdido cuando tenía doce años, en ese mismo bosque.
La levanté.
Estaba seca. Y limpia.
Como recién colocada allí.
Sol me miró con miedo.
—Clara… ¿hay algo de tu pasado que no estés contando?
Y fue entonces cuando recordé.
Finalmente recordé.
Cuando tenía doce años, yo no estaba sola en el bosque.
Había otra niña.
Una niña igual que yo.
No parecida.
Igual.
Como reflejada en un cristal, pero fuera del cristal.
Mis padres la encontraban… inquietante. Demasiado silenciosa. Demasiado imitadora. Se movía detrás de mí. Reía cuando yo reía. Dormía mirándome.
A veces respondía cuando alguien me llamaba.
Mis padres comenzaron a confundir nuestras voces.
Una noche, desperté y la vi de pie junto a mi cama, mirándome dormir.
—¿Qué haces? —le pregunté.
Ella solo inclinó la cabeza.
Y dijo, con mi propia voz:
—Quiero vivir tu vida.
No recuerdo más después de eso.
Mis padres me dijeron que era una amiga imaginaria. Que no existía.
Pero existió.
Existió tanto que ahora estaba regresando.
Sol se puso una mano en la boca.
—Clara… ¿crees que pudo ser… una hermana gemela? ¿Una separación temprana? ¿Alguien que tus padres ocultaron?
—No —susurré—. No era una niña. No era una persona. Era… otra cosa.
—¿Otra cosa cómo?
Y entonces, detrás de nosotras, se oyó un crujido de hojas.
Nos giramos de golpe.
“Ella” estaba allí, entre los árboles.
Inmóvil.
En silencio.
Mirándonos.
Yo sentí que algo dentro de mí reconocía ese cuerpo, esa postura, esa sombra. Como si una parte de mi vida que había estado anestesiada intentara despertarse a la fuerza.
Ella dio un paso hacia adelante.
Yo retrocedí.
Sol no se movió.
—¿Quién eres? —preguntó Sol, temblando.
Ella me miró.
Solo a mí.
Y dijo:
—Yo soy la que dejaste atrás.
Corrimos.
No recuerdo cómo llegamos a la casa. Cerramos ventanas, puertas, cortinas. Sol llamó a la policía.
Me quedé en la sala, temblando, esperando que algo golpeara la puerta, o entrara por la ventana.
Pero no pasó nada.
Cuando la policía llegó, no encontraron a nadie.
El bosque estaba vacío.
A la mañana siguiente, Sol se fue a su casa y yo me quedé sola.
Miré las grabaciones de la noche anterior. Nada. Ningún movimiento. Ninguna figura en los árboles.
Como si todo hubiera sido un delirio.
Hasta que revisé el video del dron que el vecino había grabado esa misma madrugada, sin saber lo que había pasado.
Allí estaba la casa.
Las luces apagadas.
La puerta cerrada.
Y en el jardín, “ella”.
Mirando hacia arriba.
Sonriendo.
Como si supiera que la estábamos grabando.
Y luego, caminó hacia la puerta.
Pero esta vez, no entró.
Se detuvo.
Se inclinó, mirando algo en el suelo.
Y dejó un papel.
Un papel dirigido a mí.
Mi vecino, nervioso, lo había recogido y me lo dio sin leerlo.
Lo abrí.
Es mi letra.
Pero yo no lo escribí.
Decía:
“Acuérdate.
Tú no eres la original.”
Sol volvió corriendo a mi casa cuando la llamé llorando.
—Clara, respira. Respira. ¿Qué quieres decir?
—Que no sé quién soy —lloré—. No sé si soy yo… o si soy ella.
Sol me agarró de los hombros.
—No digas estupideces. Tú eres Clara. Te conozco desde que teníamos diez años.
—¿Y si ella también vivió mi vida? ¿Y si una de las dos fue reemplazada? ¿Y si yo soy… la copia?
—No. No, Clara. Esto es algo que AI intentó manipular, una coincidencia, un engaño…
Pero entonces Sol se quedó paralizada. Pálida.
—¿Qué pasa? —pregunté.
Señaló mi pierna.
Una parte de mi piel, cerca del tobillo, tenía una marca. Una cicatriz que yo no recordaba haber tenido nunca.
Y Sol murmuró:
—Clara… tú no tenías esa cicatriz.
La tenía ella.
La que se cayó en el arroyo cuando éramos niñas.
Sentí que el mundo se me deshacía.
Esa noche no dormí.
La casa parecía contener la respiración.
Cada sombra era un espejo.
Cada ruido, una sospecha.
A las 4:03 AM, la cámara del salón volvió a activarse.
Abrí el video con las manos temblando.
Ella estaba allí, en medio de la sala.
Yo también estaba allí.
En el sofá.
Durmiendo.
La imagen mostraba las dos cosas al mismo tiempo.
Ella se acercó a mi cuerpo dormido.
Se arrodilló.
Y susurró a la cámara:
—No quiero hacerte daño. Solo quiero regresar a donde pertenezco. A donde me dejaste.
Luego tocó mi rostro dormido.
Y mi yo dormido…
sonrió.
Pero yo, despierta en mi cama, viendo aquello…
sentí terror absoluto.
Porque mi cuerpo durmiendo, en el video…
no era el que yo estaba usando en ese momento.
Yo no estaba en la sala.
Yo no estaba en ese sofá.
Yo nunca dormí ahí.
Entonces…
¿Quién era la que estaba en el video?
Salí corriendo de la habitación. Bajé al salón. Encendí la luz.
El sofá estaba vacío.
No había nadie.
Pero la cámara seguía grabando.
Y en la pantalla de mi celular, seguía viéndose la imagen del salón… conmigo dormida en el sofá.
Mi doble.
Mi reflejo.
Mi reemplazo.
“Ella”.
El teléfono se congeló.
La imagen se distorsionó.
La cámara cayó al suelo sola.
Y en la sombra del living, detrás de mí, alguien respiró.
Volteé de golpe.
Y vi mi propio rostro.
A unos pocos centímetros del mío.
Con la voz más parecida a la mía que cualquier eco.
—Clara… —susurró—. Es hora de que decidas cuál de las dos merece existir.
La luz parpadeó.
No recuerdo más.
Cuando desperté, estaba en mi cama.
Sola.
Con la puerta del dormitorio abierta.
No sé cuánto tiempo pasó.
No sé si ella está escondida en mi casa, o si soy yo la que está escondida en la suya.
Solo sé que, desde esa noche, el dron del vecino muestra algo inquietante:
Cada madrugada, una mujer idéntica a mí sale de mi casa…
Y otra idéntica entra.
Yo ya no sé cuál de ellas soy.
Y, lo que es peor…
No sé cuál de ellas vivirá mañana.











