Un hombre lloró en la tumba de su hijo, hasta que un niño idéntico apareció detrás de él.

Un hombre lloró en la tumba de su hijo, hasta que un niño idéntico apareció detrás de él. La lluvia caía fina sobre el cementerio cuando Mateo se arrodilló frente a la tumba de su hijo. Sus manos, endurecidas por los años de trabajo, temblaban al acariciar el mármol frío donde estaba grabado el nombre que le dolía pronunciar. Habían pasado tres años, pero cada visita se sentía como el primer entierro.

La tierra húmeda olía a recuerdos viejos, a flores marchitas y promesas incumplidas. Mateo habló en susurros, como si el niño pudiera escucharlo desde algún rincón invisible. Le contó de los días vacíos, de la casa silenciosa, de los juguetes que aún seguían en su habitación. Cada palabra era un pedazo de alma desprendiéndose.

El viento soplaba entre las lápidas, arrastrando hojas y murmurando entre las cruces oxidadas. Mateo cerró los ojos, intentando imaginar la risa de su hijo, ese sonido que antes llenaba cada rincón de su vida. Ahora solo escuchaba el eco de su propia respiración y el llanto ahogado que luchaba por contener.

Sacó del bolsillo un pequeño coche rojo de juguete, el favorito del niño. Lo dejó sobre la lápida con cuidado, como si temiera despertarlo. “Perdóname por no haber llegado a tiempo”, susurró, con voz quebrada. Aquella frase llevaba años atormentándolo, clavada como un cuchillo que nunca terminaba de hundirse por completo.

El cielo se oscureció un poco más, como si el día se negara a seguir avanzando. No había nadie más en el cementerio. Solo él, su culpa, y ese trozo de tierra que se había tragado todo lo que alguna vez le dio sentido. Mateo se inclinó, apoyando la frente en la piedra fría, buscando consuelo donde solo había ausencia.

Mientras lloraba en silencio, sintió de pronto una extraña presión en la nuca, esa sensación antigua y primitiva de estar siendo observado. Al principio pensó que era solo el peso del dolor, una alucinación del cansancio. Pero el aire cambió. El viento se detuvo. El silencio se volvió tan denso que parecía tener forma.

Le recorrió un escalofrío desde la columna hasta la punta de los dedos. Levantó la cabeza lentamente, miró alrededor. Las filas de tumbas seguían allí, quietas, ordenadas, ajenas a su tormento. No vio a nadie. Sin embargo, la sensación de una mirada clavada en su espalda se intensificó, insistente, como un dedo invisible señalándolo.

Mateo se incorporó con torpeza, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano. Estuvo a punto de girarse para marcharse cuando escuchó un crujido suave detrás de él, el sonido inconfundible de pasos pequeños sobre la grava húmeda. El corazón le dio un vuelco. Se quedó inmóvil, con la respiración encajada en el pecho.

Finalmente, se atrevió a girarse.

Y lo que vio quebró cualquier explicación posible que hubiera tenido del mundo.

A unos metros de distancia, empapado por la lluvia, de pie entre las tumbas… había un niño. Pequeño. De unos seis años. Con la misma estatura, la misma forma de los hombros, el mismo cabello oscuro pegado a la frente. Era idéntico a su hijo muerto. El niño no parecía asustado. Tampoco perdido. Solo lo miraba con una expresión que Mateo conocía demasiado bien: esa inocencia serena con la que su hijo solía observarlo cuando pedía que lo cargara. La lluvia resbalaba por su rostro, pero él permanecía inmóvil, como si hubiera salido de un sueño, no de la tierra.

Mateo sintió que las piernas le fallaban. Parpadeó repetidas veces, esperando que la visión desapareciera, que el dolor o la memoria le estuvieran jugando una broma cruel. Pero el niño seguía allí, tan real como las gotas que golpeaban el mármol, tan cercano que podía escuchar su respiración suave romper el aire frío.

El hombre dio un paso hacia atrás, incapaz de comprender lo que tenía frente a él. El niño inclinó la cabeza ligeramente, un gesto exacto que hacía su hijo cuando no entendía algo. Mateo sintió cómo algo dentro del pecho se desgarraba. Todo en él gritaba que corriera, que huyera de lo imposible, pero su corazón lo empujaba hacia la verdad.

El niño dio un paso adelante, lento, cuidado, como si temiera que Mateo desapareciera si se acercaba demasiado rápido. Llevaba puesta una camiseta azul con un dibujo borroso, exactamente igual a una que su hijo había amado. Una prenda que ahora descansaba guardada en una caja, junto a los recuerdos que él no podía tocar sin romperse.

Mateo sintió un temblor recorrerle las manos. Quiso hablar, pero la garganta se le cerró. Era él. No podía serlo… pero lo era. Tenía la misma mirada profunda, esa mezcla de travesura y ternura que él veía cada noche al acostarlo. El niño extendió su mano, una mano pequeña, idéntica a la que Mateo había sostenido por última vez en el hospital.

El aire alrededor comenzó a cambiar. La lluvia parecía caer más despacio, como si el tiempo hubiera decidido alterarse solo para aquel encuentro imposible. Mateo dio un paso hacia adelante, temiendo tocarlo y que la ilusión se rompiera. Pero no era una ilusión. La gravedad, el silencio, el mundo entero giraba alrededor de ese instante.

El niño abrió la boca para hablar, pero un trueno repentino sacudió el cielo y su voz se perdió entre el sonido. Aun así, Mateo vio la forma de sus labios, y su corazón casi se detuvo. Reconocía esa palabra. La había escuchado mil veces antes de perderlo. Desde lo más profundo de un recuerdo que ya dolía demasiado.

“Mamá…”

Mateo tragó saliva, confundido, temblando. Su hijo jamás lo llamó de esa forma, pero el niño sí solía pedir por ella cuando dormía. Mateo sintió que la realidad se partía en dos, una grieta invisible abriéndose bajo sus pies. La figura frente a él parecía querer decir más, pero algo detrás del niño llamó su atención.

El pequeño giró la cabeza hacia las tumbas, como si alguien hubiese pronunciado su nombre desde un rincón oscuro. Sus ojos cambiaron, antes llenos de inocencia, ahora tensos, vigilantes, como si temiera que algo lo estuviera siguiendo. Mateo avanzó un poco más, impulsado por la necesidad urgente de protegerlo, sin importar la lógica.

Pero el niño dio un paso atrás. No huyó, solo retrocedió con una tristeza inmensa en los ojos, una expresión madura que ningún niño debería tener. Mateo extendió su mano hacia él, rogando que no se alejara. El niño levantó la mano también, pero no para alcanzarlo. Señaló algo. Algo detrás de Mateo. Algo que él aún no había visto.

El viento cambió de dirección de golpe, trayendo consigo un olor extraño, metálico, como hierro viejo mezclado con tierra. Un frío antinatural se arremolinó alrededor de Mateo, como si alguien invisible hubiera llegado sin hacer ruido. El niño bajó la mano lentamente, sus ojos suplicando algo que Mateo todavía no lograba entender.

El corazón de Mateo comenzó a latir con fuerza. Se dio cuenta de que el niño no estaba señalándolo a él, sino a la tumba. No a la lápida de su hijo… sino a la tumba justo al lado. Una tumba vieja, agrietada, sin flores, sin visitas. En la piedra, apenas visible, habían letras gastadas por los años que parecían recién marcadas por la lluvia.

El niño volvió a girar la mirada hacia él, y esta vez habló, con una voz tan suave que parecía provenir de un eco pasado:
“No estoy solo…”

Mateo sintió que el mundo entero se detenía.

El niño repitió, con un hilo de voz que parecía quebrarse con el viento:
“Él no quiere que me vaya.”

Y entonces, un crujido seco se escuchó detrás de Mateo. Mateo no quería voltearse. Algo en su columna, en su instinto más primitivo, le gritaba que no debía hacerlo. Pero el crujido se repitió, más fuerte, como el sonido de huesos antiguos desplazándose bajo tierra. La lluvia se detuvo por completo, suspendida en el aire como si la escena entera hubiera sido arrancada del tiempo.

El niño dio un paso más atrás, sus ojos ampliándose con un terror que no pertenecía a un niño vivo. Mateo sintió un tirón en el estómago, una fuerza invisible que lo obligaba a girar lentamente. Su respiración se volvió pesada. Cada latido en su pecho parecía una cuenta regresiva hacia algo que no podía comprender ni evitar.

Finalmente, se dio la vuelta.

Detrás de él, la lápida vieja —esa tumba que nunca había notado antes— estaba abierta. No rajada, no rota: abierta, como si alguien hubiera empujado la losa desde adentro. La tierra alrededor estaba removida, aún fresca, como si hubiese sido perturbada por manos recientes. Un olor a humedad podrida brotaba desde la oscura abertura.

El viento sopló desde dentro del agujero, un viento imposible, helado, como si la tumba respirara. Y dentro, en el borde más profundo del hueco, Mateo vio algo que hizo que sus piernas casi cedieran. Unas manos. No huesos. No restos secos. Manos aún enteras, grises, temblorosas… intentando salir. Mano adulta. Mano de hombre.

El niño idéntico a su hijo murmuró algo apenas audible, con los labios temblorosos:
“No lo mires a los ojos.”

Mateo quiso preguntar, quiso correr, quiso hacer cualquier cosa menos mantenerse allí. Pero las manos se aferraron al borde de la tumba, tirando con fuerza. La tierra cayó en cascadas. Un brazo emergió. Luego otro. Y finalmente, una figura comenzó a levantarse desde la oscuridad, lenta, dolorosamente, como si el propio mundo lo rechazara.

La figura salió por completo. Un hombre alto, delgado, cubierto de tierra y humedad. Su piel no era natural; tenía un tono grisáceo, como mármol húmedo. Su ropa estaba rasgada, antigua, imposible de fechar. Pero lo peor no era su apariencia. Era la posición de su cabeza: ladeada, buscando, oliendo el aire como un animal hambriento.

Mateo retrocedió un paso, pero el hombre —o lo que fuera— levantó el rostro lentamente. Sus ojos estaban cerrados, y aun así parecía ver. Cada movimiento enviaba un escalofrío por el cementerio entero. El niño idéntico a su hijo tembló, observando al hombre como quien contempla un destino imposible de cambiar.

El ser abrió la boca.

No emitió un grito. Emitió un susurro largo, profundo, que parecía arrastrar siglos de silencio. Un susurro que no pertenecía a la voz de un vivo:
“Devuélvanme lo que me quitó.”

Mateo sintió el aire escapársele de los pulmones. El niño lo miró con un dolor inmenso, como si cada palabra del ser lo atravesara. Mateo dio un paso hacia él, instintivamente queriendo protegerlo. Pero el niño negó con la cabeza, lentamente, como si tuviera miedo incluso de mover el aire.

El ser volvió a hablar, ahora con una voz más firme, más dirigida:
“Él no es tu hijo. Él es mío.”

Y entonces, la criatura abrió los ojos.

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