Una anciana aseguró que el bebé de su hija “no venía solo”.

Una anciana aseguró que el bebé de su hija “no venía solo”. La primera vez que mi abuela dijo que el bebé de mi hermana “no venía solo”, todos creímos que estaba confundida por la edad. Repetía la frase con una seriedad tan profunda, tan helada, que incluso los más escépticos terminaban mirando a la barriga de Camila con un inquieto hormigueo en la espalda.

Mi abuela, sin embargo, nunca había sido una mujer dada a los delirios.

La víspera del séptimo mes de embarazo de mi hermana fue cuando todo comenzó a torcerse.


Camila llegó a la casa temblando, con las manos frías como mármol.

—Acabo de ver algo —dijo, sin quitarse el abrigo—. No sé si fue un sueño, o si…
Se interrumpió, mirando detrás de mí, como si temiera que alguien hubiera venido con ella.

La llevé a sentarse.

—Cam, respira. ¿Qué viste?

Ella apretó la mandíbula.

—En la ecografía. Cuando la doctora pasó la imagen por la pantalla… por un segundo vi algo atrás del bebé. Como otra cara. O una sombra. Pero tenía forma. Y dientes.

Sentí un escalofrío.

—¿Y la doctora?

—Dijo que debió ser un reflejo. Pero… —tragó saliva—. Abuela me lo advirtió.

La frase me atravesó. Sabíamos que la abuela llevaba semanas repitiendo que algo inesperado venía en camino.


Cuando ella llegó esa tarde, Camila se aferró a su mano.

—Abuela… ¿qué quisiste decir cuando dijiste que el bebé “no venía solo”?

Mi abuela cerró los ojos, como resignándose.

—Porque no viene solo —respondió con voz firme—. Lo he visto. Lo siento. No he dormido desde que lo supe. Ese niño trae algo pegado. Algo que no debería venir al mundo.

Nosotros nos miramos, incrédulos y horrorizados.

—¿Qué cosa? —pregunté, con un nudo en la garganta.

La anciana me tomó la mano con fuerza.

—Algo que no nació. Algo que murió antes de nacer. Algo que la familia olvidó. Algo que quiere volver.

Mi hermana empezó a llorar.

—No entiendo —suplicó—. ¿De qué estás hablando?

La abuela se levantó con lentitud y apoyó la mano sobre el vientre de Camila.

—No te está hablando el bebé —dijo—. Te está hablando lo otro.


Esa noche, Camila se quedó a dormir en mi casa. Yo me acosté en el sofá, sin cerrar los ojos. A las 3:42 AM escuché un ruido seco, como un golpe en la pared. Luego, otro. Y otro.

Me levanté inmediatamente, pensando que Camila necesitaba ayuda.

Pero cuando abrí la puerta de mi cuarto, la vi parada en el pasillo, con una mano sobre su barriga, completamente inmóvil.

—¿Camila? —susurré.

Ella giró la cabeza, lento.

—Está empujando —dijo—. No el bebé. Lo otro.

De pronto, su panza se movió como si algo desde dentro la golpeara en todas direcciones. No era normal. No era humano. Era un movimiento errático, desesperado, como si algo pequeño y frenético intentara escapar de un sitio donde no le correspondía estar.

Me acerqué para ayudarla, pero ella retrocedió con horror.

—No te acerques —gimió—. Sabe que estás aquí. Le molesta.


A la mañana siguiente fuimos al hospital. La doctora nos recibió con amabilidad impostada.

—Camila, tus niveles hormonales están normales. El bebé está creciendo bien. Y no hemos encontrado nada raro.

Mi hermana se retorcía las manos.

—Pero lo siento —insistía—. Siento que no estoy sola en mi propio cuerpo.

La doctora sonrió con paciencia.

—Son cosas normales del embarazo.

Pero mientras hablaba, el monitor detrás de ella se encendió solo. La imagen del ultrasonido de la última visita apareció sin que nadie lo tocara.

Y allí estaba: el bebé encogido, con las manitas cerca del rostro…

Y detrás, algo oscuro, pegado a su espalda como una segunda silueta.

No se distinguían rasgos completos, pero sí se veían dos huecos luminosos, como ojos.

La doctora se giró, pálida.

—Eso no debería estar ahí —susurró.


Esa noche, mi abuela nos pidió que fuéramos a su casa.

—Les voy a contar la verdad —dijo—. Porque si no la cuento ahora, ese niño va a nacer acompañado.

Nos sentamos en la mesa de la cocina. Ella empezó a hablar.

—Camila no es la primera hija que tuvo tu madre —reveló—. Antes de ustedes dos, estuvo embarazada. Nunca se los contó. Tuvo unos mellizos. Uno de ellos murió en el útero a los siete meses.

Camila se llevó una mano a la boca. Yo sentí el aire escapárseme.

—¿Y el otro? —pregunté.

—Nació bien —respondió mi abuela—. Y es tu madre.

La abuela bajó la voz.

—El mellizo muerto no pudo salir. Lo extrajeron. Pero nunca fue llorado. Nunca fue despedido. Nunca tuvo un nombre. Fue tratado como… un deshecho. Y los desechos no desaparecen tan fácilmente.

Camila se estremeció.

—¿Quieres decir que…?

La anciana afirmó con la cabeza.

—Esa energía no descansó. Se quedó pegada a la sangre de nuestra familia. Dormida. Esperando otro nacimiento para adherirse.

Un silencio espeso llenó la habitación.

—Tu bebé —dijo mi abuela a Camila—. Lo eligió a él.


No dormimos esa noche.

El movimiento en la barriga de Camila se volvió constante, violento, como si lo que fuera que estaba allí quisiera salir antes de tiempo.

A las cuatro de la mañana, mi hermana gritó.

Corrí a su cuarto. La encontré incorporada en la cama, con los ojos llorosos.

—Lo escuché —dijo, temblando—. No al bebé. Al otro.

—¿Qué te dijo?

—“No me dejes afuera otra vez.”

Mi piel se erizó.

—Camila, no puedes tenerlo —le dije—. Hay que impedirlo.

Ella negó con la cabeza.

—No quiero dañarlo. No quiero hacerle daño a nadie. Pero no quiero que eso nazca conmigo.

Nos abrazamos llorando.


La abuela llegó a las siete de la mañana, con un pequeño cuenco de barro y hojas secas.

—Vamos a intentar algo —dijo—. No prometo que funcione. No sé si es suficiente.

Encendió las hojas y el humo llenó la habitación.

Camila empezó a llorar de dolor; su barriga se agitaba como si el interior hirviera. Era una escena casi animal.

—¡Abuela, para! ¡Le duele! —grité.

—No es él quien sufre —dijo la anciana mirando fijamente la piel de mi hermana—. Es el otro. Se está defendiendo.

La barriga comenzó a hundirse en un lado y elevarse en el otro, como si una criatura invisible reptara entre los órganos.

Camila gritó.

Yo traté de agarrarla, pero la abuela me detuvo.

—No la toques aún —ordenó—. Está entre ellos dos.

De pronto, Camila se arqueó hacia adelante.

Y del interior de su vientre salió una voz.

Una voz que no tenía forma humana.

—NO OTRA VEZ.


La abuela dejó caer el cuenco. El humo se apagó de golpe.

—Ya lo despertamos —susurró—. Ahora sí vendrá.

—¿Vendrá? ¿Quién? —pregunté.

—El mellizo muerto —dijo ella—. El que nunca tuvo nombre. El que no debía volver. Se ha dado cuenta de que intentamos expulsarlo… y no quiere irse.

Me quedé paralizada.

—¿Y qué hacemos?

La abuela me miró con ojos que jamás había visto en ella: llenos de derrota.

—Esperar.


A las 11:23 AM, Camila rompió fuente.

La llevamos al hospital.

Los médicos actuaban rápido, pero había caos en sus movimientos, como si algo invisible estuviera interfiriendo.

Cuando comenzó la labor de parto, el monitor cardíaco se volvió loco. Dos ritmos.
Dos latidos.
Uno claramente humano, pequeño, dulce…

Y otro más bajo, distorsionado, irregular. Como un eco torcido del primero.

La doctora miró la pantalla.

—¿Qué… qué es esto?

No hubo respuesta.

Camila lloraba y gritaba.

—Sáquenlo. Sáquenlo ya. ¡Por favor!

El hospital se inundó de un silencio antinatural.

De pronto, la luz parpadeó.

Y el latido distorsionado desapareció.

Todos contuvimos el aliento.

El latido normal continuó.

La doctora suspiró con alivio.

—Parece que… ya está.

Pero en ese instante, Camila lanzó un grito desgarrador y arqueó la espalda.

—¡No! ¡Viene detrás! ¿POR QUÉ VIENE DETRÁS?

El monitor mostró una sombra moviéndose detrás de la silueta del bebé, como si otra figura invisible empujara para salir.

Nunca olvidaré su forma.

Nunca olvidaré el frío en el parto.

Ni el olor a tierra mojada que llenó la habitación.


El bebé nació.

Un bebé hermoso, rosado, respirando bien.

Y detrás de él… nada.

Nada visible.

Pero algo salió.

No lo vimos.

Lo sentimos.

Un viento helado golpeó a todos en la sala.

Las luces se apagaron un segundo.

Y mi abuela, que estaba en la esquina, cayó de rodillas.

—Ya no está dentro —dijo, con voz quebrada—.
Ya no está… en ella.

La doctora nos felicitó mientras envolvía al niño.

Pero yo solo podía sentir algo más.

Un peso en la habitación.

Una presencia.

Algo se inclinó junto a la cama de Camila.

Algo sin forma.

Algo esperando que lo tomaran en brazos.

La abuela murmuró:

—No vino solo. Te dije que no vendría solo.


Pasaron semanas.

El bebé crecía sano.

Pero cada noche, a las 3:42 AM, escuchábamos pasos pequeños por el pasillo.

Y el monitor de bebé captaba algo.

Una figura sin cuerpo.
Una sombra sin peso.
Una forma repitiendo:

—No me dejen afuera otra vez.

La abuela murió dos meses después.

El día de su funeral, el bebé se rió mirando una esquina vacía.

Y algo en esa esquina se movió.

Como una mano invisible acariciándole la cabeza.


Nunca supimos cómo liberarlo.

Nunca supimos cómo despedirlo.

Porque los que no nacen…

tampoco mueren.

Y siempre vuelven buscando un hogar que no tuvieron. Mi abuela nunca fue de cuentos dulces. Cuando supo que mi hermana estaba embarazada, no dijo “felicidades”, ni “qué alegría”, ni nada de eso. La miró fijo a la barriga y, con esa voz que olía a tabaco y agua bendita, soltó:

—Ese bebé no viene solo.

La frase se quedó flotando en el aire como humo.


—¿Cómo que no viene solo, mamá? —le preguntó mi madre, molesta—. No digas cosas raras delante de la niña.

“Niña”. Mi hermana tenía treinta años, pero en esa casa nadie dejaba de ser “la niña” de mi madre.

La abuela no se corrigió.

—Ya escuchaste —repitió—. No viene solo. Trae algo pegado. Algo que no es suyo.

Camila se abrazó el vientre, instintivamente, como queriendo cubrir al bebé de aquellas palabras.


Al principio lo tomamos como una excentricidad más. La abuela hablaba con santos, ponía vasos de agua a la luna y soñaba con muertos que venían a despedirse. Pero también era la misma que había sabido tres horas antes que mi tío se iba a estrellar con el coche. La misma que se despertó llorando el día en que se incendió una casa dos calles más abajo.

No era fácil ignorarla.


En la semana doce de embarazo, Camila empezó con pesadillas.

—Siempre es igual —me contó una noche, llorando en el sofá de mi departamento—. Estoy en una sala blanca, de hospital. Escucho un llanto de bebé, pero no lo veo. Cuando por fin lo encuentro, está envuelto en una mantita azul. Lo cargo, le quito la mantita de la cara… y tiene dos sombras detrás de la cabeza.

Se estremeció.

—Una soy yo. La otra… no sé.


Le dije lo que dicen todos los hermanos grandes que se creen razonables.

—Son las hormonas, Cam. El embarazo te remueve cosas. Miedos viejos. Mamá también tuvo pesadillas cuando yo venía en camino.

Pero incluso mientras hablaba, yo también recordaba algo: a la abuela, sentada en la mesa de la cocina, murmurando oraciones antiguas que no aparecían en ningún misal.

“Si viene, que venga limpio. Si llega, que llegue solo”.


A los cinco meses, Camila fue a hacerse una ecografía 4D. Quería ver la carita del bebé, como hacen todas ahora, con esas fotos naranjas que dan ternura y miedo al mismo tiempo.

La acompañé.

La doctora sonreía mientras pasaba el transductor por su vientre.

—Ahí está —dijo—. Mirá qué perfil lindo tiene.

En la pantalla, la forma del bebé se veía clara: cabeza, columna, manitos. Pero de pronto, un ruido extraño en el parlante, un chasquido, una falla en la imagen. La doctora dejó de sonreír.


Por un segundo, solo un segundo, detrás de la silueta del bebé se marcó otra forma. Como si una segunda cabeza intentara encajarse en la misma columna. Dos perfiles superpuestos. Uno nítido, humano; otro borroso, con una boca abierta demasiado grande.

Luego, el monitor volvió a la normalidad.

—Debe ser una interferencia —dijo la doctora, tragando saliva—. El equipo a veces hace cosas raras.

Camila me miró con los ojos llenos de lágrimas.

—Lo viste —susurró—. Decime que lo viste.

Le apreté la mano.

—Sí. Lo vi.


Cuando volvimos, la abuela nos esperaba en la mesa, con el mate ya cebado.

Camila se derrumbó frente a ella.

—¿Qué significa “no viene solo”? ¡Decímelo de una vez!

La anciana suspiró, como quien lleva muchos años esquivando una confesión.

—En esta familia falta alguien —dijo—. Alguien que nunca llegó a nacer, pero igual existe.

Mi madre, que estaba en la cocina, dejó caer un plato.

—Mamá, no empieces con eso —dijo, temblándole la voz.


La abuela la ignoró.

—Antes de ustedes —nos miró a mí y a Camila—, ella estuvo embarazada de gemelos —señaló a mi madre—. Uno se formó bien. El otro no. Le dijeron “embarazo detenido”, “tejido sin viabilidad”, palabras frías. Lo sacaron. Lo tiraron. Nadie lo lloró. Nadie le puso nombre. Nadie prendió una vela.

Nos quedamos mudos.

—Eso que tiran, a veces se queda pegado a la sangre —continuó la abuela—. Espera otra oportunidad para entrar.


Miré a mi madre.

Tenía los ojos rojos, pero no decía nada. Al final, murmuró:

—Yo no quise… yo no sabía…

La abuela siguió:

—Camila tiene tu sangre. Y ahora tiene un bebé creciendo adentro. Dos casas perfectas para algo que no aceptó irse. Por eso digo que el bebé no viene solo. Viene con lo que la familia negó.

Camila se cubrió la cara con las manos.

—¿Y si lo… lo pierde? —pregunté con torpeza—. ¿Eso se va?

La abuela negó.

—Ya encontró la puerta. No se va solo.


Desde ese día, las cosas en la casa empezaron a cambiar.

Camila decía que el bebé se movía raro, como si “algo lo empujara desde atrás”. A veces sentía pataditas en dos lugares al mismo tiempo. Tenía antojos de cosas que jamás comía: hígado, sangre, carne casi cruda.

Una noche, se despertó gritando. Fui corriendo a su cuarto.

—¿Qué pasó?

—Estaba acá —dijo, pálida—. Al lado de la cama.

—¿Quién?

Apoyó la mano en su vientre.

—El otro.


Me contó el sueño:

Estaba en el mismo hospital blanco de siempre. Tenía al bebé en brazos. Pero esta vez, desde su espalda salían dos bracitos más, finitos, huesudos, que la abrazaban como si se aferraran para no caerse. Cuando intentaba separarlos, sentía que se desgarraba algo adentro suyo.

—Me decía “no me dejes atrás otra vez” —lloraba—. Y cuando miré su cara, tenía los ojos del bebé… y otros dos más, encima.

No supe qué decir. Solo la abracé.


La abuela decidió hacer “una limpieza”.

Trajo velas, agua, sal gruesa, ruda. Puso un plato hondo en el suelo, con tierra de cementerio.

—Si lo que busca es un lugar, que encuentre este —dijo, señalando la tierra—. No a tu hijo.

Camila se sentó en una silla, con la panza descubierta. La abuela murmuró palabras antiguas, de esas que no se parecen a las oraciones que enseñan en catequesis.

De pronto, la llama de una vela se alargó como si alguien soplara desde adentro.

Y el plato con tierra se estremeció.


Yo sé lo que vi: la tierra se abrió, apenas, como si algo chico hubiera intentado salir o entrar. Un olor a óxido y humedad llenó la habitación.

Camila gimió; el bebé pateaba con fuerza. La abuela le apoyó la palma en la frente.

—No es a vos a quien queremos —dijo, mirando su vientre—. Es al otro. Al que se quedó a mitad de camino. Al que tiraron sin nombre.

Se volvió hacia el plato.

—Si querés un lugar —susurró—, tomá este. Si querés un nombre, te lo damos. Pero a ese chico lo dejás en paz.


Esa noche, por primera vez, soñé con él yo también.

No era un bebé ni un niño. Era una especie de sombra con forma de cuerpo plegado, como esas ecografías donde los fetos están encorvados. Tenía una cara borrosa, pero sentías que te miraba igual.

—Siempre llego tarde —me dijo, sin abrir la boca—. Nadie me espera.

Desperté con un llanto atragantado.

Al lado de mi cama, el plato con tierra que la abuela había dejado como ofrenda estaba roto.


Llegó la semana treinta y seis.

Camila empezó con contracciones prematuras.

En el hospital, los médicos decían que todo iba bien, que el bebé estaba de buen tamaño, que había que controlar, pero no era grave.

Mi abuela se sentó en la sala de espera, con las manos unidas como si quisiera romper sus propios dedos.

—Hoy se define —dijo—. Hoy se ve quién pasa y quién se queda.

Yo la miré, aterrada.

—¿Qué querés decir?

—Que no hay lugar para los dos.


En la sala de parto, los monitores mostraban dos ritmos: el del corazón de Camila, acelerado, y el del bebé, fuerte y regular. De tanto en tanto, aparecía un tercer pulso, intermitente, que subía y desaparecía.

La doctora lo atribuyó a “artefacto de la máquina”.

La abuela, que miraba desde un rincón, no dijo nada.

En un momento, Camila lanzó un grito que no parecía humano.

—¡Me lo están arrancando! —lloró—. Algo… algo se quiere salir primero que él.

La doctora le pidió que respirara, que empujara. El cuarto se llenó del olor agrio del sudor y del desinfectante.


Entonces pasó algo que nadie supo explicar.

El monitor cardíaco del bebé se volvió loco. Las líneas se dispararon hacia arriba, luego cayeron en picada, luego se duplicaron, como si dos corazones intentaran latir cada uno a su ritmo.

La luz parpadeó.

Camila jadeaba, los ojos perdidos.

Yo sentí que el aire se espesaba, que me faltaba oxígeno aunque estuviera a un metro de la ventana.

La abuela, en la esquina, empezó a rezar en otro idioma.

—Elegí —murmuró—. Elegí de una vez.


De pronto, Camila se quedó quieta.

Demasiado quieta.

La doctora gritó órdenes; alguien ajustó el suero, otra persona se acercó con un estetoscopio. Yo no entendía nada.

Entonces, Camila abrió los ojos y me miró directamente.

—Si él entra —dijo, con voz lenta—, yo no salgo.

Pero la voz no era del todo suya.

Era más grave. Más vieja. Más fría.

La abuela se acercó cojeando.

—No es tu lugar —le dijo a esa voz—. Nunca lo fue. Te negaron, sí. Te tiraron. Lo sé. Pero lo que buscás no está acá.

En el monitor, una de las líneas se aplanó unos segundos.

Luego, el latido volvió, pero más débil.


El parto siguió como en una pesadilla a cámara lenta.

Al final, después de lo que pareció una vida entera, se escuchó un llanto.

Un llanto fuerte, claro, hermoso.

Lo pusieron sobre el pecho de Camila, que lloraba y reía al mismo tiempo. Era un bebé normal, caliente, con la piel algo rojiza. Tenía los dedos largos como los de mi madre.

—Está bien —dijo la doctora—. Está perfecto.

En un rincón, el plato con tierra que la abuela había traído —no sé cómo lo había colado al hospital— se rompió en dos.

Un viento frío recorrió la sala, levantando papeles, moviendo las cortinas.

Y de algún lugar que no veías, se oyó un sollozo muy pequeño.


Mi abuela se inclinó, como si saludara a alguien invisible.

—Andate —susurró—. Ya no es tu casa.

Esa noche, Camila durmió como no lo había hecho en meses.

El bebé también.

En la habitación de hospital, solo se escuchaba el bip regular de la máquina y su respiración suave.

Yo me desperté una vez, sobresaltada, convencida de que escuchaba pasos de niño en el pasillo.

Cuando abrí la puerta, solo vi luz baja y camas cerradas.

Los primeros meses fueron extrañamente tranquilos.

El bebé, al que llamaron Tomás, era poco llorón y muy observador. Miraba las esquinas como si viera algo que nosotros no. A veces se reía solo, siguiendo algo con la vista.

—Debe ser tu abuela —decía mi madre, como queriendo creer que solo se trataba de eso—. Vino a conocerlo.

La abuela había muerto dos semanas después del parto, en el sillón de la sala, con una sonrisa cansada y las manos quietas sobre el regazo.

En su mesita de luz encontramos una vela consumida hasta la mitad y un papelito con una sola frase:

“Ya viene solo”.


Una tarde, mientras Camila le cambiaba el pañal a Tomás, lo escuché decir algo que no correspondía a su edad.

Tenía apenas seis meses y balbuceaba cosas sin sentido.

Pero entre los sonidos, algo se formó claro, nítido:

—No más frío.

Yo me quedé helado.

Camila me miró, temblando.

—¿Lo escuchaste?

Asentí.

—¿Creés que…?

No terminamos la frase.

Los dos miramos al bebé, que nos veía serio, como si supiera que lo estábamos escuchando en un idioma que no era el suyo.


Esa noche soñé con el plato roto.

La tierra del cementerio se había desparramado por el suelo. Entre los grumos, una manito diminuta intentaba agarrarse a algo, pero se deshacía como humo.

—No tengo dónde ir —dijo una voz—. No tengo nombre. No tengo foto. No tengo historia.

Desperté con lágrimas en las mejillas.

Fui a la cocina a tomar agua. Sobre la mesa estaba el cuaderno viejo donde mi abuela anotaba recetas y cosas importantes. Lo abrí sin saber por qué.

En la última página, con su letra temblorosa, había escrito tres nombres posibles.

Solo uno estaba subrayado: “Álvaro”.


A la mañana siguiente, llevé el cuaderno a casa de Camila.

Ella estaba agotada, ojerosa, pero más tranquila que en el embarazo.

Le mostré la página.

—¿Qué es esto?

—Creo que es el nombre que la abuela quería darle al… al que nunca nació —dije, tragándome la culpa ajena—. O al menos, uno de ellos.

Camila acarició la palabra con los dedos.

Tomás, en su sillita, jugaba con sus manos.

En la televisión del fondo, un noticiero mostraba imágenes de un cementerio.

Algo en el ambiente se tensó.


Esa noche, Camila me mandó un audio llorando.

—Pasó algo raro —dijo—. Estaba amamantando a Tomás y, por un segundo, sentí que tenía dos cabezas en los brazos. Dos pesos distintos. Abrí los ojos y solo estaba él, claro. Pero escuché una voz, cerquita de mi oído.

—¿Qué dijo? —pregunté.

Hizo una pausa.

—Dijo: “¿Álvaro? ¿Ese soy yo?”.

Me quedé sin palabras.

—¿Y vos qué hiciste?

—Nada —respondió—. Me puse a llorar. Y le dije: “Si lo sos, lo siento. Llegaste tarde. Pero no estás más solo”. Y lo abracé fuerte.


Desde entonces, las cosas cambiaron de forma sutil.

Los pasos en la casa se hicieron más livianos.

Las sombras en las esquinas dejaron de sentirse pesadas.

Tomás crecía y, de vez en cuando, mientras jugaba, dejaba un espacio vacío a su lado, moviendo juguetes hacia ese hueco, como si se los ofreciera a alguien.

Una vez, lo escuché decir:

—No llores, Álvaro. No duele más.

Me apoyé en el marco de la puerta, sin interrumpir.

No tenía miedo.

Tenía una tristeza antigua, pero ya no fría.


Mi madre empezó a dejar un vasito de leche sobre la mesada cada noche.

—Para el que faltó —decía—. También era mi hijo, aunque no llegara.

Ya no hablábamos del “bebé que no nació” como de un error médico. Tenía nombre. Tenía historia. Tenía un lugar en la mesa, aunque fuera simbólico.

La casa se volvió menos tensa.

Una tarde, sin embargo, Camila me llamó, agitada.

—Tenés que venir ya.


Cuando llegué, Tomás estaba en el piso del living, rodeado de bloques de madera.

Había hecho dos torres idénticas, una al lado de la otra.

—Mirá —dijo, con tres años mal cumplidos—. Este soy yo. Y este es Álvaro.

Sonrió, orgulloso.

—¿Y dónde está Álvaro? —pregunté con cuidado.

Tomás señaló el espacio vacío junto a él.

—Acá. Pero ahora no le da miedo. Dice que ya no está frío. Que la abuela lo llevó a caminar.

Camila se llevó la mano a la boca.

Yo sentí que se me humedecían los ojos.


Esa noche, soñé por última vez con la sala blanca del hospital.

Había una cuna.

Dentro, un bebé dormía tranquilo, con una mantita azul hasta el mentón.

A su lado, pero no pegado, había una sombra de niño, ya no un feto amorfo, sino la silueta de un pequeño de cuatro, cinco años, sentado en el borde de la cuna.

No tenía rasgos definidos, pero emanaba calma.

Cuando me vio, levantó la mano en un saludo torpe.

—Ya no vengo con nadie —dijo—. Ya sé cuál es mi lugar.


Desperté con una paz rara, como si me hubieran quitado un peso que ni sabía que era mío.

En la mesita de noche, el cuaderno de la abuela estaba abierto por la página del nombre. El subrayado estaba más marcado, como si alguien hubiera pasado el dedo por ahí.

Bajé a la cocina.

El vasito de leche que mi madre había dejado la noche anterior estaba vacío.

Ni una gota.

Tomás entró, despeinado, arrastrando una mantita.

—Álvaro se fue de paseo —dijo, medio dormido—. Con la abuela. Dijo que vuelve solo cuando lo pensemos. Pero que no se va a meter en más panzas.

Se sentó a desayunar como si nada.

Yo me apoyé en la heladera para no caerme.


Con el tiempo, la historia quedó en el núcleo de la familia, como un secreto a voces.

Para el resto del mundo, Tomás era un niño normal.

Nadie sabía que, durante un tiempo, había tenido una sombra pegada a su espalda.

Nadie sabía que mi abuela se había jugado la poca vida que le quedaba para separar a un bebé de algo que no era suyo.

Nadie sabía que la frase “no viene solo” no era metáfora.

Era diagnóstico.


Hoy, Tomás tiene nueve años.

Es sensible, observador, cariñoso.

De vez en cuando, cuando ve a alguna embarazada, se pone serio.

Una vez le pregunté por qué.

—Porque no todos vienen solos —dijo—. A algunos los siguen cosas tristes. Pero si los nombrás, ya no da tanto miedo.

Le revolví el pelo.

—¿Y vos? ¿Lo tenés miedo todavía?

Lo pensó un segundo.

—Un poco —admitió—. Pero también me da pena. Porque nadie quiso a Álvaro hasta que ya era tarde.

Se quedó mirando por la ventana.

—Yo lo habría querido igual, aunque viniera arrugado o feo. Él solo quería nacer.


A veces me pregunto qué habría pasado si nunca hubiéramos escuchado a mi abuela.

Si hubiéramos pensado que solo deliraba, que eso del “bebé que no viene solo” era una metáfora de madre preocupada, de vieja supersticiosa.

Si nunca le hubiéramos dado un nombre a lo que faltaba.

Si jamás hubiéramos puesto un plato de tierra, una vela, un vaso de leche.

Si, por miedo, lo hubiéramos dejado seguir pegado al primero bebé disponible.

Quizá hoy tendríamos un niño que no duerme, una casa helada, una familia rota.

En cambio, tenemos algo distinto: un hueco reconocido.

Un lugar para alguien que casi nadie supo que existió.


Mi abuela solía decir que los muertos con nombre se van, y los sin nombre se quedan dando vueltas, pegándose donde pueden.

El bebé de mi hermana “no venía solo” porque alguien, hace muchos años, decidió que una vida a medias no merecía ser llorada.

Ahora sabemos mejor.

Ahora, cuando alguien menciona a Álvaro, no baja la voz.

Lo decimos como quien nombra a un pariente lejano que emigró.

No está, pero existe.

Y, sobre todo, ya no viene montado sobre nadie.

Viene solo.

Que era, al final, todo lo que quería.

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