Una mujer vio su propio funeral… y el cura pronunció su nombre. La madrugada estaba cubierta por una niebla extraña cuando Elisa abrió los ojos sobresaltada. No recordaba haberse dormido en el sillón, ni por qué la casa estaba tan silenciosa. Sintió un peso en el pecho, como si algo en su interior presintiera un cambio profundo. Al levantarse, notó que el aire estaba más frío que de costumbre.
Caminó hacia la ventana y observó la calle desierta. No había autos, ni vecinos, ni movimiento alguno. Todo parecía detenido. Cuando tocó el vidrio, sintió un temblor inexplicable recorrerle la mano. Esa mañana debía ir a la iglesia donde siempre ayudaba como voluntaria, pero algo dentro de ella decía que no debía salir sola.
Aun así, se puso su abrigo gris y salió. La neblina cubría todo, como si quisiera ocultar un secreto. Elisa caminaba lentamente, escuchando solo sus pasos. Al llegar a la iglesia, notó algo inquietante: las puertas estaban abiertas, y el murmullo de gente reunida salía desde dentro, como si hubiera una ceremonia especial.
Entró sin hacer ruido, y su corazón se aceleró. Toda la iglesia estaba llena: familiares, amigos, vecinos, incluso personas que no veía desde hacía años. Todos vestían de negro. Había flores blancas acomodadas con precisión dolorosa. Elisa sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Algo no estaba bien. Demasiado silencio. Demasiados rostros tensos.
Avanzó por el pasillo central y entonces lo vio: un ataúd cerrado, rodeado de velas encendidas. El brazo le tembló cuando notó que su fotografía estaba junto a las flores. Su retrato, sonriendo como si nada. La fecha en la tarjeta junto a la imagen la hizo tambalear. Era la de hoy. Su cuerpo se petrificó.
Se acercó a sus familiares pero nadie la miró, ni reaccionó. Intentó tocar a su hermana, pero su mano atravesó el aire sin llegar a rozarla. Era como si estuviera hecha de humo. —¿Qué está pasando? —susurró con voz temblorosa. Nadie respondió. Una sensación de desamparo la golpeó profundamente, una desconexión que jamás había experimentado.
De pronto, el sacerdote subió al altar. Elisa lo conocía desde niña. Era un hombre cálido, siempre atento. Pero su mirada estaba baja, y su voz cargada de tristeza. —Hoy despedimos a Elisa Montiel —dijo. La mujer sintió un vértigo insoportable. Quiso gritar, pero no salió sonido alguno. Era como si su voz estuviera atrapada en otra dimensión.
El sacerdote continuó: —Una luz que se apagó demasiado pronto. Una mujer buena cuyo corazón se detuvo sin aviso. Pero Dios la recibe donde no existe el dolor.
Elisa retrocedió, mareada. ¿Muerta? ¿Cómo? No recordaba haber sufrido nada. No recordaba un final. Solo recordaba dormirse en su sillón. ¿Podía ser ese su último recuerdo?
Intentó acercarse al ataúd, pero algo invisible se lo impedía, como si la realidad misma la rechazara. Lloró sin lágrimas físicas, solo con un nudo de angustia que no tenía salida. Observó a su madre temblar, sosteniendo un pañuelo mojado. La falta de consuelo en aquel rostro la desgarró. Quiso abrazarla, pero fue inútil.
De pronto, la temperatura bajó de forma brusca. La neblina comenzó a colarse dentro de la iglesia, como si buscara envolverlo todo. El sacerdote detuvo la lectura y levantó la mirada. Sus ojos se abrieron con un terror inexplicable. Miró directamente hacia donde estaba Elisa. Por primera vez, alguien parecía verla.
Pero no era sorpresa lo que reflejaban sus ojos… era espanto.
Su voz se quebró cuando dijo: —Hija… ¿qué haces aquí?
Un murmullo recorrió la iglesia. Algunas personas voltearon hacia el pasillo central, pero no todos lograron percibirla. Elisa sintió cómo algo comenzaba a vibrar a su alrededor, un aire eléctrico, tenso, inquietante.
El sacerdote bajó del altar con pasos temblorosos. Se acercó al ataúd y luego a Elisa, como si dudara de su propia cordura. —Esto no es posible —susurró—. Tú… tú no deberías estar aquí.
Elisa retrocedió. —Estoy viva —dijo. —Estoy aquí.
El sacerdote negó lentamente. —Tu corazón dejó de latir esta madrugada. Tu alma no sabe que ha partido.
La mujer sintió una punzada helada en el pecho. Intentó buscar señales en su cuerpo, algún dolor, algún indicio… pero no sentía latidos. No sentía respiración. Era una presencia sin peso, sin sustancia, completamente separada de lo físico.
El sacerdote continuó: —A veces, quienes parten de forma repentina quedan atrapados entre dos mundos.
Elisa miró alrededor. El mundo se veía igual, pero no tenía color. Todo estaba ligeramente desfasado, como si lo viera a través de vidrio empañado. Su familia lloraba su partida mientras ella se quedaba suspendida en una realidad que no comprendía.
—¿Qué hago? —preguntó, desesperada. —¿Cómo vuelvo?
El sacerdote respiró hondo.
—Solo vuelven quienes tienen algo pendiente —dijo—. Algo que el alma se niega a soltar.
Elisa cerró los ojos. ¿Qué había dejado incompleto? ¿Qué no había terminado? Buscó dentro de sí cada recuerdo, cada palabra no dicha, cada herida sin sanar. Su mente comenzó a llenar espacios vacíos, a reconstruir fragmentos de la noche anterior.
De pronto, lo recordó. Una llamada perdida. Un mensaje que no alcanzó a contestar. Una pelea con su esposo horas antes. Habían discutido por algo pequeño, pero terminó diciéndole palabras que jamás habría querido dejar como últimas. Su teléfono sonó mientras se dormía. No lo contestó. Era él. Necesitaba hablarle.
Elisa sintió una presión profunda. Una necesidad urgente.
—Debo verlo —dijo.
Su esposo estaba al fondo, con la mirada vacía, como si llevara días sin dormir.
Elisa corrió hacia él, aunque sus pasos no producían sonido. Su voz tembló: —Perdóname. No quise que lo último que escucharas fueran mis enojos. Perdóname de verdad.
Su esposo levantó la cabeza, confundido. No podía verla, pero algo en el aire le erizó la piel. Cerró los ojos y murmuró: —Ojalá pudiéramos hablar una vez más… solo una.
Elisa se quebró.
El sacerdote se acercó a él y le tocó el hombro. —Ábrete a escuchar —dijo con solemnidad—. A veces el amor atraviesa lo imposible.
El ambiente cambió. La neblina se arremolinó alrededor de ambos. El esposo abrió los ojos, y por un instante, su mirada se posó exactamente donde estaba Elisa.
—¿Elisa? —susurró.
La mujer sintió un tirón en su pecho, como si un hilo invisible los conectara.
—Estoy aquí —dijo—. No te dejé por elección. Solo quiero que me perdones.
Él comenzó a llorar desconsoladamente. —Siempre te perdoné —dijo—. Todo fue un mal día. No debiste irte pensando que no te amaba.
La iglesia entera sintió un escalofrío. La neblina que envolvía a Elisa comenzó a elevarse, como si el aire la reclamara. El sacerdote observaba en silencio, sabiendo exactamente lo que estaba ocurriendo.
Elisa sintió que la ligereza ocupaba el lugar donde antes había dolor. Sus manos, antes transparentes, comenzaron a volverse más difusas. Su silueta se fragmentaba como ceniza en el viento.
—Gracias —dijo suavemente—. Ahora puedo irme tranquila.
Su esposo extendió la mano hacia la nada.
—No me dejes —susurró.
Pero ya no había forma de detener el proceso.
La luz en la iglesia pareció intensificarse. Las velas parpadearon al unísono. El cuerpo de Elisa se volvió casi etéreo, hermoso y triste a la vez.
—Cuida de ti —dijo—. Viví en paz contigo, incluso en mis errores.
Su voz se volvió un eco.
El sacerdote cerró los ojos. Sabía que la transición era inevitable.
Un último destello llenó la iglesia.
Elisa sonrió.
Y desapareció con la suavidad de una despedida que finalmente encuentra su lugar.
El esposo cayó de rodillas, pero ahora su llanto era distinto.
Un llanto que libera.
Un llanto que entiende.
El sacerdote colocó una mano en su hombro.
—A veces, el amor se manifiesta para hacer posible lo imposible —dijo—.
Y aquella mañana, todos fueron testigos de ello.
Esa noche, el esposo despertó de un sueño profundo.
Estaba seguro de haber oído su voz una vez más, susurrándole que siguiera adelante.
Al levantarse, su teléfono vibró sin razón aparente.
Un mensaje viejo apareció como reenviado automáticamente.
Era el último que Elisa había escrito antes de dormir.
—“Regresemos a hablar con calma. Te quiero mucho.”—
Una sensación cálida llenó su pecho.
Sabía que, en algún lugar, Elisa había encontrado la luz que necesitaba para descansar.
Y él encontró la fuerza para vivir sin culpa.











