Una voz llamó por radio: “Ayúdame”… provenía de un barco hundido hace décadas.

Una voz llamó por radio: “Ayúdame”… provenía de un barco hundido hace décadas. El cielo estaba limpio aquella noche, y el mar parecía un espejo oscuro que tragaba la luz de la luna. Carlos Méndez, operador de radio marítima desde hacía más de veinte años, realizaba su turno habitual: monitorear canales que casi nunca daban señales más allá del murmullo estático de siempre. Nada anunciaba que esa noche se volvería imposible de olvidar.

A las 2:13 a. m., un sonido extraño irrumpió. No era interferencia. Tampoco era un buque moderno. Era una voz. Una voz débil, rasposa, como si viniera desde un lugar lleno de agua y silencio. Carlos ajustó los diales, acercó el micrófono, contuvo la respiración. Entonces escuchó claramente:
Ayúdame… aquí… aquí abajo…

Carlos se enderezó de golpe. Esa frase no encajaba con ninguna emergencia estándar. Era demasiado lenta, demasiado ahogada. Sin dudar, pidió identificación.
—Aquí central marítima, identifique su embarcación.

La respuesta llegó con un crujido helado, como de metal oxidado:
Somos el Santa Elena… nos hundimos…

El nombre lo paralizó. El barco Santa Elena había naufragado 36 años atrás en circunstancias oscuras, arrastrando consigo a toda su tripulación. No había sobrevivientes. No había restos recuperados. El caso era una leyenda entre los marineros, un fantasma de agua abierta.

Carlos miró la pantalla del radar, pero no había nada. Ni un eco. Ni una sombra. Solo océano puro.
—Repita, por favor —dijo con voz quebrada—. El Santa Elena no puede estar operativo.

La voz volvió, ahora temblando de miedo:
No vemos la superficie… es de noche… fría… muy fría…

Carlos sintió cómo un escalofrío le subía por la espalda. Esa descripción coincidía con los registros del naufragio: el barco se hundió en plena oscuridad, atrapado entre mareas heladas.

Decidió contactar guardacostas. Pero cuando empezó a informar la situación, el audio cambió. Ya no era una sola voz. Eran muchas. Voces superpuestas, susurrantes, como un coro ahogado:
—Ayúdanos…
—Sácanos de aquí…
—No queremos seguir abajo…

Se escuchaban golpes. Golpes metálicos. Como si alguien, o varios, golpearan las paredes de un casco inexistente.

El operador de guardacostas pidió confirmación. Carlos intentó grabar el sonido, pero la radio se apagó sola, como si algo la hubiera desconectado desde dentro. Cuando volvió a encenderla, escuchó algo aún más aterrador:

Carlos…

La voz había pronunciado su nombre.

—¿Quién eres? —susurró él, con la garganta cerrándose.

La respuesta fue un murmullo apenas audible:
Nos recuerdas… tú estabas allí…

Carlos retrocedió de la silla. No. Imposible. Él tenía apenas cinco años cuando ese barco se hundió. No podía haber estado ahí. Pero entonces una memoria enterrada regresó: una fotografía vieja en la casa de su madre, donde un hombre que se parecía demasiado a él sostenía un uniforme del Santa Elena. Su padre.

La voz volvió:
Tu padre está con nosotros…

El corazón de Carlos se detuvo.
—Mi padre… murió en tierra —dijo con voz débil.
Pero la radio respondió:
Nunca llegó a tierra…

Un zumbido profundo llenó toda la sala. Y luego, un último mensaje:
Si quieres respuestas… ven al punto donde caímos.

La señal se cortó. La radio quedó muda. El radar seguía mostrando océano vacío.

Carlos tomó su abrigo y salió del edificio sin pensar. Caminó hacia el muelle como si una fuerza invisible lo guiara. El mar estaba quieto, como esperando. Y por primera vez en su vida… Carlos sintió que el océano lo miraba de vuelta.

Había dos opciones: ignorar aquella llamada imposible… o seguirla.
Y en su interior, él ya sabía la verdad que nunca quiso aceptar.

No eran voces del pasado.
Eran voces que nunca dejaron de llamar.

Y ahora lo llamaban a él.

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